«La vida consagrada: signo permanente de la fidelidad de Dios»
Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)
Queridos hermanos y hermanas:
El pasado 2 de febrero, fiesta de la Presentación del Señor, celebramos la XXVIII Jornada Mundial de la Vida Consagrada. Con el lema Aquí estoy, Señor, hágase tu voluntad, nos adentramos en el templo, a los cuarenta días del nacimiento de Jesús, portado en los brazos de María y de José.
Hoy, también nosotros, como pueblo de Dios consagrado, somos llevados y presentados por nuestra madre, la Iglesia, ante el Dios vivo y verdadero.
Nuestro mundo anhela la luz, la esperanza y la fraternidad que nacen del Costado del Señor, en medio de tanto desencuentro y división. Y solo si hacemos la voluntad de Jesús Resucitado, bálsamo eterno de paz, podremos ahondar en el corazón de Dios.
La Jornada que celebramos, como manifiestan los obispos de la Comisión Episcopal para la Vida Consagrada, recuerda el don para la Iglesia y para el mundo de las personas consagradas «en su riqueza de modos y carismas», inspirados por el Espíritu Santo «a través de la escucha y el discernimiento comunitario».
En su carta, los obispos señalan que la Iglesia necesita la profecía de la Vida Consagrada: «“¡Aquí estoy!, “¡Aquí estamos!” y “¡Hágase tu voluntad!” encierran un compromiso profético para una Iglesia en misión». Una llamada que todos, cada uno desde su propia vocación, debemos hacer nuestra.
La voluntad de Dios «acrisola todos los ámbitos de vida de los consagrados a la luz de la oblación de Cristo». Esta oblación de Jesús para cumplir la voluntad del Padre, reconocen desde la Comisión Episcopal, es luz para los consagrados: «Desde Getsemaní, se nos invita a seguir a Jesús hasta la cruz, como todo discípulo; igualmente, allí recibimos la consigna de vivir unidos a los hermanos en la oración y en la entrega de la propia vida para cumplir la voluntad de Dios hasta el final.”».
Y ahora quisiera dirigirme, de un modo especial, a los miembros de la vida consagrada de nuestra Iglesia burgalesa: nos enseñáis, con vuestra oración y entrega, a vivir con el corazón desempañado, a correr las piedras pesadas de tantos sepulcros por descubrir (cf. Mc 16, 3) para abrazar al Señor resucitado y vivo (cf. Mt 28, 9), a desenclavar espinas, a consolar sufrimientos, a colmar de armonía rincones habitados por la indiferencia y soledad, a abandonar las riquezas efímeras para abrazar a Aquel que siempre permanece.
Vuestra vida nace y renace del encuentro con el Señor; desde la obediencia humilde, la pobreza alegre y la castidad luminosa. Así, abiertos al carisma del Amor, habéis decidido liberaros de cualquier posesión para ser completamente de Dios y, por añadidura, de los demás, particularmente de los desfavorecidos. Merced a vuestra palabra dada y al juramento sellado, el Señor se acuerda de su alianza eternamente (cf. Sal 104).
Vuestra voz es la voz del Padre que habla en el lenguaje del amor, que escucha el dolor del herido, que abre caminos donde hay penumbra, que conduce hacia metas y horizontes de luz, que espera contra toda desesperanza, que invita a beber de la fuente de la caridad, que escucha en el silencio, que custodia el sufrimiento del abandonado y que derrama –en cada paso y con sus manos– plenitud de vida.
Vuestro corazón late al son del corazón de Jesús de Nazaret, porque participáis de su carne y de su sangre como Él hace de la vuestra (cf. Hb 2, 14). Por eso, actualizáis con vuestra vida la redención realizada por Cristo, «aquel por quien y para quien todo fue hecho» (Hb 2, 10). Jamás olvidéis que Él, la novedad que hace nuevas todas las cosas, cada mañana os vuelve a llamar y a ungir.
Dios tomó posesión de María, la Virgen del fiat, para que vosotros escribáis en lo más profundo de vuestra alma que Dios es quien os ha amado primero (cf. 1 Jn 4, 10-19), con un amor gratuito, que debe suscitar una permanente acción de gracias.
Gracias, una vez más, por cumplir la voluntad del Padre, por ser el eco de un Evangelio vivo y por dejarle a Dios entrar por las grietas del carisma que os completa y os hace entera y eternamente suyos para poneros al servicio de quienes necesitan la luz del amor y la esperanza.
Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.