San Bernardo de Claraval y la orden cisterciense
Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)
Queridos hermanos y hermanas:
«Mi gran deseo es ir a ver a Dios y a estar junto a Él. Pero el amor hacia mis discípulos me mueve a querer seguir ayudándolos. Que el Señor Dios haga lo que a Él mejor le parezca». En el corazón de estas palabras, pronunciadas poco antes de partir al Cielo, se esconde la mirada del santo que celebramos hoy, Bernardo de Claraval, abad cisterciense y doctor de la Iglesia.
San Bernardo, nacido en Borgoña (Francia) en 1090, es, según la cronología actual, el último de los Padres de la Iglesia. Afamado por su infinito amor a la Virgen María y compositor de una gran cantidad de oraciones marianas, es el fundador del monasterio Cisterciense del Claraval, entre muchos otros.
En nuestra archidiócesis de Burgos está muy presente la orden cisterciense, tanto en su rama masculina como femenina, en los monasterios de San Pedro de Cardeña, en las Huelgas Reales, en el Paseo de los Pisones y en Villamayor de los Montes. El monasterio de San Pedro de Cardeña llegó procedente de la trapa de San Isidro de Dueñas. Y el de Santa María la Real de las Huelgas es el principal monasterio cisterciense femenino en España y cabeza de todos los que se implantaron en la corona de Castilla.
Entre los burgaleses insignes destaca el Hermano San Rafael Arnaiz, monje trapense en el monasterio de San Isidro de Dueñas, nacido en Burgos en 1911, estudiante de arquitectura que interrumpió sus estudios para consagrarse al Señor en dicho monasterio, donde falleció en 1938 con 27 años de edad. Muy pronto su fama de santidad se extendió fuera de los muros del monasterio. Sus numerosos escritos ascéticos y místicos continúan difundiéndose con gran aceptación y para el bien de cuantos entran en contacto con él. Fue canonizado por el Papa Benedicto XVI en 2009.
La vida monástica en la orden cisterciense está consagrada a Dios y se manifiesta en la unión fraterna y la liturgia, en la oración y en el trabajo. La Eucaristía manantial es la fuente y cumbre de toda vida cristiana y de la comunión de estos hermanos y hermanas en Cristo.
Y es a ellos, discípulos de alma contemplativa, monjas y montes silentes del Amor y lámparas ardientes en medio de la Iglesia, a quienes deseo dirigirme por medio de este mensaje.
Cada vez que he tenido la oportunidad de acercarme a sus casas, he visto en ellos la influencia de san Bernardo inundándolo todo de servicio, bondad y alegría. Dan vida a su carisma para atraer a todos hacia Cristo. Desde el cuidado en la hospedería, pasando por la belleza de la acción litúrgica, hasta la manera en la que hacen de la entrega silenciosa una ofrenda eterna de amor.
Todos, en algún momento de nuestra vida, anhelamos ese estar a solas con el Señor, de tú a Tú, sin nada ni nadie más. Hace muchos años, un monje me confió un rasgo de la vida monástica que jamás he podido olvidar: de madrugada, cuando se levantan para celebrar el Oficio de Vigilias, monta la guardia para velar a la espera del Esposo que viene en medio de la noche. En el corazón de esa vigilia nocturna, en esa espera secreta y habitada por el tesoro escondido, el contemplativo intercede por los grandes dolores del mundo.
Siempre he visto ahí, en ese gesto que se va construyendo en lo escondido, un motivo de alabanza e intercesión que engrandece nuestras vidas y la abren a la eternidad. Toda la vida monástica gira en torno a la liturgia: es un cántico fecundo de humildad, de vida, de alegría. Como esa escuela de servicio divino que no se agota nunca en el altar, como esa voz que grita desde el Tabernáculo porque desea rescatar a los más heridos y olvidados.
En el alma profundamente contemplativa de la Virgen María ponemos a las comunidades cistercienses, que celebran hoy a san Bernardo; quien dejó escrito que «el Verbo es el primero en amar al alma, y que la ama con mayor intensidad». Le pedimos a la Madre de Dios que nos ayude a preparar la guardia para velar a la espera del Esposo. Ella, quien escucha y recibe la Palabra, y la conserva y la medita en su corazón (cf. Lc 2, 19), nos recuerda para siempre la bienaventuranza de su Hijo: «Felices, más bien, los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica» (Lc 11, 27).
Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.