Conviértete y cree en el Evangelio
Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)
Queridos hermanos y hermanas:
Esta semana, con el Miércoles de Ceniza, comenzamos el tiempo de Cuaresma: cuarenta días de preparación y conversión, en una senda bautismal, caminando de la mano de Cristo en su retiro al desierto.
El Miércoles de Ceniza, día de ayuno, abstinencia y oración, marca la senda inicial del tiempo de preparación a la Pascua, y nos recuerda a todo el Pueblo de Dios que nuestra vida es el preámbulo de lo que nos ha prometido el Señor en la Vida Eterna.
La tradicional imposición de la ceniza (que se elabora a partir de la quema de ramas de olivo del Domingo de Ramos del año anterior) nos recuerda, mediante la señal de la cruz, que nuestra fragilidad se transforma en fortaleza al ser abrazada en el amor de Dios. El símbolo del nacimiento de estas cenizas conmemora que lo que fue signo de triunfo, pronto se reduce a nada.
Por tanto, no es un día cualquiera: es el anuncio de algo grande, bello y maravilloso. Y este signo nos llama a prepararnos, de una manera especial, para recibir la ceniza. Este día inicia un nuevo camino cuaresmal «que se desarrolla por cuarenta días y que nos conduce al gozo de la Pascua del Señor, a la victoria de la Vida sobre la muerte», expresó el Papa emérito Benedicto XVI, en 2013, en la Basílica de San Pedro, en uno de los últimos actos públicos de su Pontificado.
Entonces, hoy cabe que nos preguntemos: ¿cómo nos preparamos para recibir la ceniza? ¿De qué manera desea la Iglesia transformar nuestro corazón en un día como este?
La ceniza simboliza la muerte, la conciencia de la nada y de la vanidad de aquello que creemos alcanzar por nosotros mismos. Este signo de conversión, preámbulo del destino final que es la eternidad, reconoce la propia fragilidad, la debilidad de un corazón penitente que necesita ser redimido por la misericordia de Dios.
«La sugestiva ceremonia de la Ceniza eleva nuestras mentes a la realidad eterna que no pasa jamás, a Dios; principio y fin, alfa y omega de nuestra existencia», confesaba el Papa san Juan Pablo II el 16 de febrero de 1983. La conversión es «un volver a Dios», valorando las realidades terrenales «bajo la luz indefectible de su verdad». Una valoración, decía el Papa, «que implica una conciencia cada vez más diáfana del hecho de que estamos de paso en este fatigoso itinerario sobre la tierra, y que nos impulsa y estimula a trabajar hasta el final, a fin de que el Reino de Dios se instaure dentro de nosotros y triunfe su justicia».
Os animo a comenzar este itinerario cuaresmal dejándoos interpelar y seducir por la Palabra y su sentido; para que este hábito penitencial transforme el desánimo en gozo, para vivir los misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo en la Semana Santa.
«Conviértete y cree en el Evangelio» (Mc 1, 15) son las palabras que marcan nuestra frente, que acogen el don gratuito de la salvación que Dios nos ofrece y que nos impulsa a renovar y a recorrer –junto a Jesús– el camino hasta llegar a la Pascua de Resurrección.
Convertirnos ha de ser la tarea de cada día, volviendo nuestros ojos a Él, para que su amor transforme nuestra frágil condición de hijos quebradizos y pródigos. Solo su gracia, cuando más nos cueste creer, puede transformar nuestra alma.
Creer con fe es la entrada a la nueva vida. Nuestro testimonio, expresaba con una confianza inquebrantable el Papa emérito Benedicto XVI aquel 2013, «será más incisivo cuando menos busquemos nuestra gloria y seremos conscientes de que la recompensa del justo es Dios mismo, el estar unidos a Él, aquí abajo, en el camino de la fe, y al final de la vida, en la paz y en la luz del encuentro cara a cara con Él para siempre (cf. 1 Co 13, 12)».
El Evangelio es la Palabra de Dios, su alianza perpetua con el hombre, la invitación a una felicidad que encuentra su desenlace en el Cielo. Por tanto, nuestro sí a acoger al Camino, la Verdad y la Vida (cf. Jn 14, 6) es entregarnos cada día a la Palabra; hasta reposar, si es necesario, cada uno de nuestros latidos en el corazón del Verbo encarnado.
Tomando conciencia de nuestra fragilidad, le pedimos a la Virgen María que nos ayude a prepararnos en este sendero de conversión que ahora volvemos a recorrer. Que Ella, quien conoce la humildad en nombre de Cristo, nos lleve de la mano a reconciliarnos con Dios y entre nosotros, agitados por guerras y divisiones. Ahora, como dice el apóstol san Pablo, «es el tiempo favorable, el día de la salvación» (2 Cor 5, 20-6,2).
Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.