San Francisco y el cántico de las criaturas
Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)
Queridos hermanos y hermanas:
«Hemos sido llamados para curar las heridas, para unir lo que se ha venido abajo y para llevar a casa a los que han perdido su camino». Estas palabras de san Francisco de Asís resuenan, de manera especial, en mi corazón esta semana, cuando celebramos la fiesta del fundador de la orden franciscana: un horizonte de pobreza y sencillez, escondido a los sabios y entendidos, y revelado a los pequeños (cf. Mt 11,25).
San Francisco lo abandonó todo y se desvistió de cualquier tipo de riqueza para abrazar, de una vez y para siempre, la vida de Cristo. Si Él, siendo rico, se hizo necesitado para enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Co 8,9), el santo de Asís renunció a todos los bienes paternos para cuidar a los más pobres; hasta tal punto de pedir limosna con la intención de que a ninguno de ellos les faltase un trozo de pan.
El Papa Francisco, en una homilía pronunciada en Asís en octubre de 2013, preguntaba dónde comienza el camino de este santo italiano hacia Cristo; y confesaba que emprende «con la mirada de Jesús en la cruz». Una invitación –la del Santo Padre– a mirarnos por dentro para, así, sintiéndonos frágiles y pequeños, dejarnos mirar por Él.
El fundador de la Orden de los Frailes Menores experimentó ese amor en la iglesia de San Damián, orando delante de un crucifijo donde la sangre «desciende de las heridas de las manos, los pies y el costado», pero esa sangre «expresa vida», manifestaba el Santo Padre. Jesús tiene los ojos abiertos, de par en par: «Una mirada que habla al corazón». El que se deja mirar por Jesús crucificado «es re-creado, llega a ser una nueva criatura». Y esta experiencia de la Gracia que transforma, recuerda el Papa, es «el ser amados sin méritos, aun siendo pecadores».
La vida del pobre de Asís es el reflejo de un alma entregada enteramente a Cristo crucificado. Amando a la medida de Dios (cf. Jn 13,34; 15,12), con mansedumbre y humildad de corazón, sin descuidar la paz que Jesús resucitado puso en el corazón de los discípulos (cf. Jn 20,19.20) como preludio de la fe que hoy celebramos.
«De nada sirve caminar a cualquier parte para evangelizar al menos que nuestro camino sea nuestro evangelio», dejó escrito este santo, amante de los pobres e imitador incansable de Cristo. Una frase que nos anima a salir, a encontrarnos con los otros, a recorrer los caminos con la Palabra entre las manos, a ser testimonios vivos y a romper con el «siempre se ha hecho así». El mismo Jesús, estando un día san Francisco rezando en la capilla de San Damián, le dijo: «Ve y repara mi Iglesia». Aquella llamada sigue vigente hoy, pues Dios cuenta con cada uno de nosotros para reparar y fortalecer espiritualmente las grietas de la Iglesia de Jesucristo.
Con esta fiesta, terminamos también el mes de la Creación: un momento sumamente especial en el que todos los cristianos hemos podido aunar nuestras voces por el cuidado de nuestra Casa común. El cántico de las criaturas, siempre antiguo y, cada vez, más nuevo, nos alienta a percibir la mano bondadosa de Dios en todo lo creado.
Decía san Francisco que «toda la oscuridad en el mundo no puede apagar la luz de una sola vela». Y esa vela, nacida del corazón de Cristo, somos cada uno de nosotros, cada vez que velamos el corazón entristecido de un hermano; cada vez que curamos las llagas de un pobre; cada vez que consolamos un llanto, un tormento o un dolor.
Acojamos este amor asido a la Virgen María, a quien Francisco amaba «con indecible afecto» (Leyenda Mayor de San Buenaventura 9, 3), y hagamos –de esta preciosa herencia– un cielo nuevo en la tierra colmado de alegría y humildad. Y si tropezamos o nos perdemos por el camino, sigamos los pasos de san Francisco: comencemos haciendo «lo necesario» para, luego, hacer «lo posible» hasta que, de repente, estemos haciendo «lo imposible».
Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.