Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado
Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)
Queridos hermanos y hermanas:
«Los dramas de la historia nos recuerdan cuán lejos estamos todavía de alcanzar nuestra meta, la Nueva Jerusalén, “morada de Dios entre los hombres” (Ap 21, 3)». Con estas palabras, el Papa Francisco compendia –en voz baja y con el alma esperanzada, convencido de que está cerca la construcción de un futuro más acorde con el plan de Dios– el día que celebramos hoy: la Jornada del Migrante y del Refugiado.
El lema, elegido por el Santo Padre, se centra en Construir el futuro con los migrantes y los refugiados. En este sentido, perpetúa que solo es posible tener un horizonte si se camina de la mano de los más vulnerables.
Ciertamente, cuando hablamos de seres humanos y de dignidad, no podemos esperar a mañana, porque el futuro empieza hoy. Y si ponemos el corazón en seguridades cimentadas y presentes, la Palabra nos recuerda –una y otra vez– el destino pasajero de lo que somos, pues «aquí no tenemos ciudad permanente, sino que andamos en busca de la futura» (Heb 13, 14).
Los obispos de la Subcomisión Episcopal para las Migraciones y Movilidad Humana de la Conferencia Episcopal Española, en su mensaje para esta 108a Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado, comienzan afirmando que a pesar de las oscuridades y las malas noticias que nos invaden, «la fe nos dice que hay esperanza» y que «tenemos un futuro que tiene el don de comenzar a realizarse ya en nuestro presente». Aferrados a esta firme convicción, en un mundo globalizado y regado con los flujos migratorios, la Iglesia, en cada lugar, «se pone al servicio del Reino de Dios, sabiendo que nuestra tarea no es pesimista ni alienante, pues es Cristo mismo quien actúa».
No podemos esperar, por tanto, a construir un futuro sobre posibles mañanas. Porque, como nos enseña cada día la historia, mañana puede ser tarde. Construir un futuro para todos es una tarea apremiante, «siempre que comencemos aprendiendo a leer y desvelar el paso de Dios por la historia del presente», como recuerdan los obispos en su misiva. Hoy, «cuando se pone en cuestión el derecho a huir de guerras, hambrunas, de construir una vida familiar en entornos seguros, de buscar una vida digna», afirman que es tiempo de atreverse a mirar el futuro de las migraciones «con los ojos de Dios».
Una tarea principal es construir un futuro fraterno, en armonía, donde todos quepamos y vivamos en paz. Porque el Evangelio se hace carne en cada uno de estos rostros migrantes y refugiados, y la Iglesia está llamada a ser siempre «la casa abierta del Padre» (Evangelii gaudium, 47). Uno de los signos concretos de esa apertura es, según el Santo Padre, «tener templos con las puertas abiertas en todas partes». De ese modo, «si alguien quiere seguir una moción del Espíritu y se acerca buscando a Dios, no se encontrará con la frialdad de unas puertas cerradas».
Lo mismo hemos de llevar a cabo con nuestros hermanos migrantes y refugiados que se acercan a nuestras vidas, con una mirada profunda y contemplativa, acogiendo la invitación que nos hace la propia Iglesia de acogerles, protegerles, promoverles e integrarles. Su presencia en nuestras vidas «representa un enorme reto y una oportunidad de crecimiento cultural y espiritual», tal y como confiesa el Papa en su mensaje para esta jornada. Gracias a ellos, reconoce, «tenemos la oportunidad de conocer mejor el mundo y la belleza de su diversidad». Con ellos, como nos ha enseñado –con sus gestos y sus acciones– el Santo Padre, maduramos en humanidad «hacia un nosotros cada vez más grande».
Le pedimos a la Virgen María que, cuando nos cueste encarnar la mirada de Jesús de Nazaret en cada uno de estos hermanos nuestros, Ella nos ayude a caer del lado de Dios, de Su misericordia, de Su compasión. Y cuando pensemos que no somos capaces, recordemos las palabras que el Señor puso en el corazón de san Pablo: «Te basta mi gracia, porque mi fuerza se manifiesta en la debilidad» (2 Co 12,9). Solo así, abrazados a los habitantes más necesitados de las periferias existenciales, podremos construir un futuro inundado de fe, esperanza y caridad; siendo discípulos del Amor y anunciando la alegría del Evangelio, esa que nada ni nadie podrá arrebatarnos jamás (cf. Jn 16, 22).
Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga