Jornada Mundial del Enfermo: donde Cristo muere y resucita cada día
Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)
Queridos hermanos y hermanas:
«La misericordia es el nombre de Dios por excelencia». Hoy decido permanecer ahí, a la luz de estas palabras que el Papa Francisco expresa en su mensaje para la XXX Jornada Mundial del Enfermo (que celebramos el 11 de febrero).
Cada vez que se acerca esta jornada, instituida hace 30 años por el Papa san Juan Pablo II para sensibilizar sobre la necesidad de acompañar a los enfermos, a sus familias y a quienes los cuidan, me interpelan las manos, los ojos y el corazón de quienes son capaces de reconocer en los que sufren el rostro de Cristo. Su desbordante compromiso por hacer, del amor, el primer mandamiento, entreteje el amor mismo de Dios.
Desde esa mirada nace el lema que el Santo Padre propone para este año: «Sed misericordiosos así como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6,36). Estar al lado de los que sufren en un camino de caridad. Es tan necesario, en estos momentos, el amor que se hace carne en el cuidado, en la delicadeza y en la compasión, que no podemos andar por la vida sin tocar la carne sufriente de Cristo en los hermanos.
Recuerdo, en este sendero amurallado de caridad, a tantos santos y santas que –con su ejemplo– han dejado una huella imborrable en la Iglesia por su asombroso y ejemplar cuidado a los más débiles. Camilo de Lelis, Teresa de Calcuta, Juan de Dios, Damian de Molokai,… Estos, como tantos otros, a ejemplo del Maestro, también recorrieron las calles, proclamaron la Buena noticia del Reino y sanaron las enfermedades y las dolencias de la gente (Mt 4, 23). Su inabarcable legado en pro de los sufrientes se resume en una preciosa frase de la Madre Teresa de Calcuta: «La mayor miseria consiste en no saber amar».
El Señor, con su inagotable amor, bordó la primera huella. Nosotros, ahora, hemos de seguir cada trazo de su andar, siendo conscientes de que «solo un Dios que nos ama hasta tomar sobre sí nuestras heridas y nuestro dolor, es digno de fe» (Benedicto XVI).
El testigo supremo del amor misericordioso del Padre a los enfermos es su Hijo unigénito, Jesús, recuerda el Papa Francisco en su mensaje para este año. Detalle primordial que nos revela que «cuando una persona experimenta en su propia carne la fragilidad y el sufrimiento a causa de la enfermedad, también su corazón se entristece, el miedo crece y los interrogantes se multiplican».
Y, desde ese trascendental misterio, hago memoria de todos y cada uno de los agentes y centros sanitarios y asistenciales que, bañados de misericordia, ofrecen a los enfermos y a sus familias los cuidados, la cercanía y los detalles necesarios para estar en paz. A vosotros os dedico todo mi cariño y admiración, y os ofrezco humildemente mi mano para todo cuanto yo pudiera aportar.
Los cristianos estamos llamados, de manera especial, a amar al prójimo, a curar sus heridas, a acompañar su dolor, a custodiar su dignidad. Somos una comunidad de consolación, un ministerio que se pone en práctica con la parábola del Buen Samaritano: ese modelo de cuidado que nace de las manos de Jesús es la hoja de ruta que debemos seguir quienes confiamos en que, en la enfermedad, está presente Cristo crucificado y resucitado.
A vosotros, queridos enfermos y a los custodios de la salud, os encomiendo en el corazón de la Virgen María. Con Ella, la Madre de Cristo, «que estaba junto a la cruz, nos detenemos ante todas las cruces del hombre de hoy» (Salvifici doloris, 31). Ella, Salud de los enfermos, a quien llamamos bienaventurada todas las generaciones (Lc, 1.28; 42-43; 48), intercede para que sepamos reconocer en los que sufren el rostro mismo de Cristo.
Que este santo apostolado de la caridad –que celebramos, de manera especial, el día de la Bienaventurada Virgen María de Lourdes– sea el hogar donde nuestro corazón repose, hasta que abrace –al atardecer de la vida– el corazón misericordioso del Padre.
Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.