María, Reina y Madre del Amor
Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)
Queridos hermanos y hermanas:
«La devoción popular invoca a María como Reina. El Concilio Vaticano II, después de recordar la asunción de la Virgen “en cuerpo y alma a la gloria del cielo”, explica que fue “elevada (…) por el Señor como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los señores (cf. Ap 19, 16) y vencedor del pecado y de la muerte» (Lumen gentium, 59). Con estas mismas palabras, san Juan Pablo II recordaba –en una audiencia general pronunciada en junio de 1997– el sentido del día que celebramos hoy: María, Reina del universo.
Una fiesta instituida por el Papa Pío XII, en 1954, para venerar a María como Reina, tal y como hacemos con su Hijo, Cristo Rey, al final del año litúrgico. Una fecha providencial en la que comprobamos cómo la solemnidad de la Asunción «se prolonga jubilosamente en la celebración de la fiesta de la Realeza de María», como expresa Pablo VI en su exhortación apostólica Marialis cultus. Así, ocho días después de ser asunta al cielo, «se contempla a aquella que, sentada junto al Rey de los siglos, resplandece como Reina e intercede como Madre».
María, la Madre de Dios hecho hombre, madre nuestra y sierva humilde, se reviste de fidelidad maternal para poner, en nuestras pobres manos, la confianza filial que tantas veces nos falta y la certeza que nos lleva a abandonarnos a un amor inmarcesible que pone los ojos «en la humildad de su esclava» (Lc 1: 48).
María, la Madre de misericordia y la esclava del Señor, viene a ofrecernos el reinado de la bondad de su Hijo. Y lo hace como Reina, abrazada a una corona fabricada con espinas, que no está engarzada con diamantes, ni con oro ni con plata, sino con retazos de Pasión. Un dolor que Ella, desde su maternal amor, hace tan suyo que deja de ser nuestro. Una vida que, desde el momento en el que Dios nos pensó para Él, mora espiritualmente con nosotros; pues, como decía san Germán, «la grandeza de su desvelo por nosotros manifiesta tu comunión de vida con nosotros» (Hom 1: PG 98, 344).
María, la Madre del Rey de reyes en el orden de la gracia, resplandece hoy con el corazón eternamente unido en el amor divino al de su Hijo. Ella, discípula entregada y leal, le acompañó hasta el final, participando en la obra de Su salvación, dando vida a un «sí» que le mantuvo fiel hasta el último de sus latidos, al pie de la cruz (Cf. Jn 19:25).
La misión de María Santísima es única, pues solo Ella es la Madre del Salvador. Y reinando con Él, se convierte en cooperadora para la liberación del hombre de todo mal, de toda angustia y de todo peligro. Y a nosotros, frágiles discípulos de esta sagrada bienaventuranza, nos pide que cooperemos, también, en la redención para reinar con Cristo.
Queridos hermanos y hermanas: que Santa María Reina, quien tiene en sus manos todo el poder como reina de cielos y tierra y, a la vez, posee toda la ternura como Madre de Dios, acompañe siempre nuestras vidas.
Mientras, hagamos como los apóstoles antes de recibir el Espíritu Santo el día de Pentecostés, y perseveremos con Ella, a su lado, unánimes en la oración. Su corazón de Madre es el hogar donde nunca nos faltará la ternura y el amor.
Con gran afecto, os envío la bendición de Dios.