Cada vez que lo hicisteis con estos pequeños hermanos

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

 

Hoy, cuando celebramos el Día Mundial del Refugiado, solo podemos acogernos a un mensaje, a una esperanza, a una promesa: el mayor don que nos podemos ofrecer es el amor. En cada persona que sufre, Dios sale a nuestro encuentro. Y, por ello, cuando descuidamos a un corazón necesitado, abandonamos a Dios; y cuando calmamos su sufrimiento, estamos consolando el corazón del Padre.

Recuerdo con especial emoción al Papa Francisco, en su visita a la isla griega de Lesbos. El Santo Padre, tras acariciar la piel del dolor que allí se podía palpar con las propias manos, dijo que aquello era «la mayor catástrofe humana desde la II Guerra Mundial». O cuando, en 2013, cambió el arte icónico de la Ciudad del Vaticano por los vestigios llagados de Lampedusa, la primera isla de Europa en la que desembarcan miles de refugiados en busca de una vida mejor. Aquellas dolorosas imágenes interpelan nuestra conciencia: ¿Cómo podemos permitir tanto dolor? ¿Qué hacer ante estos hermanos migrantes y refugiados que tan solo conocen la suerte del que no tiene nada?

Allí, en aquel escenario de posibilidades frustradas por nacer en el lado equivocado de la Tierra, el Santo Padre condenó con firmeza la «globalización de la indiferencia», y confesó que «miramos al hermano medio muerto tirado en la calle y, quizá, pensamos “pobrecillo”, y seguimos por nuestro camino». Porque pensamos que «no depende de nosotros, y nos sentimos justificados». Y lanzaba una pregunta necesaria, tenaz, directa a nuestros corazones amoldados por la textura de la piedra y del barro: «¿Quiénes han llorado por estas personas que iban en esta barca? ¿Por esas madres que llevaban a sus hijos? ¿Por esos hombres que buscaban un modo de sostener sus familias? Somos una sociedad que ha olvidado la experiencia del llanto, del padecer con».

Un drama, el de los refugiados, que nos reclama una mirada misericordiosa, una palabra de aliento, un corazón prestado, una oración nacida en el abandono, a los pies del Amado. ¿Acaso, como cristianos, podemos pasar de largo ante quienes anhelan salir de la pobreza y el sufrimiento? No podemos olvidar que el Niño Jesús, junto a su madre, María, y a su padre, José, también fue un refugiado que, nada más nacer entre las ruinas de un pequeño establo, sin un hogar donde morar, desnudo e indefenso, fue obligado a expatriarse a una tierra lejana que le salvase del odio y de la desnudez del corazón.

Huir de Nazaret a Egipto en medio de la noche fue, para la Sagrada Familia de Nazaret, la única manera de salvar la vida. Fue el modo en el que Él, el Hijo de Dios, «se hizo débil con los débiles» (1 Cor 9, 22), para que veamos su rostro en el de esos hermanos que, humillados, privados de derechos humanos y prófugos del hogar que les vio respirar por primera vez, tan solo anhelan un hogar que los ampare.

El doloroso exilio que emprendieron Jesús, María y José en búsqueda de una vida digna, es hoy, dos mil años después, la viva imagen de tantas familias que intentan atravesar el infierno que abate sus almas heridas. Porque el Cielo es descubrir el amor y amar como el Señor nos ama, y nosotros hemos de ser la posada que cobije tanta pena, tanto sufrimiento y tanto dolor.

Que este Día Mundial del Refugiado, en el que la tierra y el mar se tiñen de sangre inocente, nos recuerde que, de la manera que tratamos al hermano refugiado, así tratamos al mismo Señor que nos dice, “cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis pequeños hermanos, conmigo lo hicisteis” (Mt 25, 31-46).

Con gran afecto, recibid la bendición de Dios.

Parroquia Sagrada Familia