Evangelio del domingo, 31 de enero de 2021
Según nos narra san Marcos, Jesús comienza su apostolado llamando a sus primeros discípulos; pero como debe enseñar su doctrina a otras muchas personas, aprovecha la oportunidad cuando la gente se reúne los sábados en la sinagoga para orar y escuchar las Escrituras. Era costumbre invitar a comentar la lectura a algún varón de más de 30 años. Jesús ya es un principiante maestro, pues lleva consigo algunos discípulos, y se dispone a enseñar. No nos dice el evangelista qué es lo que enseñaba; pero ya nos había dicho antes el tema principal en sus comienzos: “El Reino de Dios está cerca”. Y el Reino de Dios no era precisamente aprender normas y cumplir muchas leyes externas, olvidando lo principal, como hacían los fariseos, sino el amor a Dios, que es nuestro Padre, y a todos los demás, pues somos hermanos.
La gente estaba impresionada por las enseñanzas de Jesús y por la manera de expresarlo, pues lo hacía de modo diferente que los escribas. La diferencia estaba en que no sólo se basaba en las Escrituras, que ciertamente comentaba, sino sobre todo en su experiencia íntima de amor con su Padre del cielo, que nos quería transmitir. Esta era la autoridad que manifestaba al hablar, como decía la gente, diferente de los escribas, que predican de memoria sin vivencia espiritual. Esta es una gran lección para nosotros, para que antes de hablar de Dios hablemos con Dios. Esta es una enseñanza para tantos padres y abuelos que deben hablar a los suyos de religión: No se trata de cargar con preceptos, sino de transmitir una vida de amor.
Todo parecía que se desarrollaba en paz hasta que empieza a gritar un endemoniado. Es posible que se tratase de un enfermo mental, a los que llamaban poseídos por el demonio. Es posible también, como dicen algunos, que fuese un fanático de la antigua ley que hiciera como portavoz del sentir de los fariseos que se sentían humillados porque la gente sencilla le tenía a Jesús por maestro. El hecho es que parece que lo que dice son elogios, pues le llama a Jesús: “el santo de Dios” o el “consagrado”. Eran palabras que se aplicaban al Mesías. De hecho, por medio parece estar el demonio, porque lo que aparentemente buscaba era la confusión, ya que, si la gente comienza a ver en Jesús al Mesías, le verá con la mentalidad de ellos: de triunfo material y de un nacionalismo egoísta. Esto era una gran tentación para Jesús, la misma que el demonio le había presentado en el desierto. Y por esto tenía que hacerle callar. Si era un pobre enfermo, la solución estaba en curarle, que en la mentalidad de entonces era expulsar el demonio. Debía arrojar de aquel hombre el demonio de la ambición, del egoísmo, de un falso nacionalismo que odia a los demás.
En nuestra vida encontraremos muchos demonios camuflados. Hay muchos que atacan al papa, al magisterio de la Iglesia y la moral cristiana, sin entenderlo o quizá simplemente porque molesta a su vida de pecado. Hay sectas donde hay gente de buena voluntad; pero también con frecuencia se habla de religión, cuando en el fondo sólo hay intereses materiales y mucho egoísmo, sin buscar precisamente los intereses de Dios, nuestro Padre, que nos ama y ama a toda la humanidad. Nosotros, con la ayuda de Dios, podemos expulsar demonios. Para ello debemos primero vivir nuestra fe. Esa es la principal autoridad: los hechos de vida. Y después la humildad. No podemos buscar el bien humillando a otros, sino humillándonos nosotros. A Jesús le costó mucho enseñar a los apóstoles que ser Mesías no es el que domina, sino el que se ofrece en víctima hasta morir, si es preciso, sacrificado en la cruz.
Debemos ser testigos de Jesús. A veces creemos que para ello tenemos que predicar a voces. De la manera con que se haga, la doctrina que la Iglesia predica públicamente suele ser desvirtuada por los que tienen mala voluntad. Lo importante es vivir nuestra fe con limpio corazón, para que nuestras obras testifiquen que Dios es nuestro Padre y con ello eliminaremos muchos demonios de nuestro tiempo.
Lectura del santo evangelio según san Marcos (1,21-28):
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos entraron en Cafarnaún, y cuando el sábado siguiente fue a la sinagoga a enseñar, se quedaron asombrados de su doctrina, porque no enseñaba como los escribas, sino con autoridad.
Estaba precisamente en la sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo, y se puso a gritar:
«¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios.»
Jesús lo increpó:
«Cállate y sal de él.»
El espíritu inmundo lo retorció y, dando un grito muy fuerte, salió. Todos se preguntaron estupefactos:
«¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les manda y le obedecen.»
Su fama se extendió en seguida por todas partes, alcanzando la comarca entera de Galilea.
Palabra del Señor