Evangelio del domingo, 2 de febrero de 2020
Escuchar lecturas y homilía (sábado tarde)
Escuchar lecturas y homilía (domingo)
Jesucristo es la luz del mundo. Estas palabras con las que comienza el más importante documento del Concilio Vaticano II, no se las inventaron los obispos reunidos en Roma entre 1962 y 1965. Las había dicho el anciano Simeón, cuando tuvo lugar la primera fiesta que hoy celebramos: La Presentación del Señor en el Templo de Jerusalén. Muchos fueron quienes vieron a José y María con el Niño en brazos. Pero sólo este anciano profeta fue capaz de descubrir en él que era el Mesías esperado durante tantos siglos y por el que había suspirado y rogado ver antes de morir. Por eso, al recibir una luz del Espíritu Santo que le hizo ver que lo tenía ante sus ojos, lo tomó en brazos y entonó un jubiloso canto de alabanza a Dios y proclamar a voz en grito: «Ahora, Señor, y puedo morir en paz, porque mis ojos han visto a tu Salvador, que es luz para todas las naciones y la gloria de tu pueblo Israel».
Cuando hoy vayamos a la iglesia para celebrar la fiesta de la Candelaria, como se llama en esta tierra, el ministro que preside, en nombre de Jesucristo, nos entregará una vela encendida para formar una procesión en la que proclamaremos con el profeta Simeón que «Jesucristo es la luz del mundo», que él es el Único salvador, la única verdadera luz que ilumina realmente y en verdad el misterio que encierra todo hombre, su inmensa dignidad, su vocación a ser hijo de Dios en el Hijo y, por ello, heredero legítimo de la gloria del cielo.
Esta procesión nos recordara otra, todavía más solemne y significativa, en cuanto que es la plenitud de la de hoy: la procesión que hicimos en la Noche de Pascua, cuando el Resucitado nos comunicó la luz de su triunfo sobre el pecado y la muerte. Y, nos remitía, a la primera luz que nos dio en el bautismo, cuando nuestros padres nos llevaron a ser regenerados con las aguas de ese maravilloso sacramento. Entonces nos trasmitió este encargo: «Ahora, con esta luz, id a todos los caminos de la tierra y llenad las mentes de los corazones de todos los hombres con la luminaria de la verdad y del amor». Esta es la misión que, ahora más que nunca, hemos de realizar los cristianos.
Lectura del santo evangelio según san Lucas (2,22-40):
Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo primogénito varón será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones.» Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo.
Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel.»
Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño.
Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre:
«Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma.»
Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.