Evangelio del domingo, 15 de septiembre de 2019

 

El mensaje que predomina hoy en todas las lecturas es: la MISERICORDIA de Dios. De una manera especial en el evangelio, en que Jesús nos describe algo esencial en Dios, como es el perdón y la acogida hacia el pecador, de modo que el hecho de volver a la casa paterna de un solo pecador causa en Dios una gran ALEGRIA. Jesús nos lo mostró con parábolas y con el mismo ejemplo de su vida.

La ocasión para exponer estas hermosas parábolas fue el hecho de que los fariseos y los escribas andaban murmurando porque junto a Jesús se reunían pecadores y publicanos y él los trataba con bondad. No comprendían que uno que se tuviera como portavoz de Dios pudiera sentarse a la mesa con pecadores. Los fariseos creían en Dios justo; pero confundían la justicia con el castigo y la venganza. Creían en un Dios grande; pero de tal manera que le sentían alejado. Para ellos Dios era demasiado severo y aburrido, preocupado sobre todo de su gloria y honor. Para Jesús Dios está a favor de los pequeños, los humillados y despreciados., Es sobre todo AMOR y por eso se alegra, cuando alguien apartado vuelve al amor. Lo único que le molesta de verdad a Dios es el sufrimiento que unos hombres causan a otros.

Para Dios todos somos inmensamente importantes. Por eso en las parábolas habla de la alegría de Dios por un solo pecador que se convierte, de la alegría por encontrar una oveja perdida, por una moneda encontrada, o por un hijo que vuelve arrepentido.

El contraste es la actitud de los fariseos reflejada en el hermano mayor. Parece mejor, porque siempre está en la casa de su padre trabajando; pero luego resulta peor porque no sabe acoger al hermano menor, prefiriendo que se hubiera quedado lejos. Así pasaba con los fariseos: Parecía que honraban a Dios, porque cumplían todos los pequeños preceptos; pero no cumplían lo principal que es parecerse al Padre del cielo que tiene compasión de todos y sale a buscar a quien se ha perdido.

Estas parábolas tienen dos grandes enseñanzas para nosotros. En primer lugar, vemos que muchas veces somos como la oveja perdida o el hijo pródigo que buscamos la felicidad por caminos diversos de los que nos señala Dios, caminos equivocados que nos perjudican en vez de ayudarnos. En ese caso debemos acordarnos que Dios es nuestro Padre y nos acoge. Aprovechemos el tiempo que tenemos de vida para corresponder a la bondad de Dios y llegar a sus brazos de padre.

Otra gran enseñanza es el deber de parecernos lo más posible a Jesús para tener amor y misericordia con los que nos han podido ofender. Y en el campo del apostolado de la Iglesia, no contentarnos con conservar lo que tenemos, sino salir a buscar la oveja perdida. Esto es difícil porque nos resulta incómodo. El mismo hecho de perdonar a veces es muy difícil ante una persona que puede ser que haya destrozado nuestra vida o haya perjudicado gravemente a alguien muy querido por nosotros.

Hoy en la 1ª lectura (Ex 32, 7-14) aparece Dios perdonando al pueblo de Israel. Este, pensando al estilo farisaico, no se merecía el perdón, porque, habiendo hecho un pacto de alianza con Dios, se olvida de El construyendo un toro de metal a quien declaran ser su dios. Dios demuestra su malestar porque ese pueblo merece el exterminio. Pero allí está Moisés, el hombre fiel a Dios, que intercede por su pueblo y logra que Dios (que lo está deseando) perdone al pueblo, dándole la oportunidad de arrepentirse. Aquí tenemos otra enseñanza de este día. Quizá no nos sintamos tan pecadores ni tan perdonadores; pero todos podemos ser y debemos ser intercesores. Habrá casos en que podemos ayudar a un pecador para que vuelva al Señor. A veces podemos hacer que dos personas enemistadas puedan sentir la alegría de Dios en el perdón de ellos mismos. En otros muchos casos lo único que podremos hacer es pedir, interceder ante el Señor bueno, para que se organicen las circunstancias, de modo que el extraviado pueda encontrar el camino recto hacia la bondad de Dios.

 

 

Lectura del santo evangelio según san Lucas (15,1-32):

EN aquel tiempo, solían acercarse a Jesús todos los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo:
«Ese acoge a los pecadores y come con ellos».
Jesús les dijo esta parábola:
«¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas y pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos, y les dice:
“¡Alegraos conmigo!, he encontrado la oveja que se me había perdido”.
Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse.
O ¿qué mujer que tiene diez monedas, si se le pierde una, no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, reúne a las amigas y a las vecinas y les dice:
“Alegraos conmigo!, he encontrado la moneda que se me había perdido”.
Os digo que la misma alegría tendrán los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta».
También les dijo:
«Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre:
“Padre, dame la parte que me toca de la fortuna”.
El padre les repartió los bienes.
No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se marchó a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente.
Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad.
Fue entonces y se contrató con uno de los ciudadanos de aquel país que lo mandó a sus campos a apacentar cerdos. Deseaba saciarse de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba nada.
Recapacitando entonces, se dijo:
«Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”.
Se levantó y vino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos.
Su hijo le dijo:
“Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”.
Pero el padre dijo a sus criados:
“Sacad enseguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y sacrificadlo; comamos y celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”.
Y empezaron a celebrar el banquete.
Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y la danza, y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello.
Este le contestó:
“Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha sacrificado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud”.
Él se indignó y no quería entrar, pero su padre salió e intentaba persuadirlo.
Entonces él respondió a su padre:
“Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; en cambio, cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado”.
El padre le dijo:
“Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”».

Parroquia Sagrada Familia