Evangelio del domingo, 7 de abril de 2019
Jesús estaba en uno de los patios exteriores del templo enseñando a bastantes personas, cuando llega un grupo de escribas y fariseos trayendo una mujer adúltera. Ellos, según sus leyes, ya habían determinado matarla; pero les parece que es buena ocasión para poner una trampa a Jesús. Le dicen que la ley de Moisés ordena apedrearla; pero él qué dice. El evangelista acentúa que se trataba de una trampa.
Esa trampa se parece al momento en que le dijeron si era lícito pagar el tributo al César. Si Jesús la condena va contra la autoridad romana, pues el procurador romano era el único que podía condenar a muerte; pero si la perdona, va contra la ley de los judíos. Dicen algunos que la pregunta trataba sobre el modo de matarla, ya que había diversos pareceres, si apedreamiento o estrangulación, ya que ellos daban por supuesto que merecía la muerte. De todas las maneras el pecado de aquellos era muy grande, porque no sólo querían matar por una ley externa, sin mirar las intenciones y otras leyes positivas, sino que querían hacer caer a Jesús. No buscaban un parecer, pues ya sabían lo que debían hacer. Hoy también se dan leyes a veces que van contra la dignidad humana, sabiendo que por encima está la ley del amor y la caridad. Hoy se siguen condenando a mujeres a ser apedreadas por adúlteras, sin examinar los motivos y mucho menos sin ser justos cuando salvan a quienes han sido peores.
Tampoco se puede matar en nombre de Dios, que es sobre todo bondad y misericordia. Y sin embargo es un pecado muy actual: Muchos se “inmolan” para matar a muchas personas, cuantas más mejor para su causa. Matar en nombre de Dios es una contradicción. Nosotros a veces nos parecemos a aquellos fariseos cuando buscamos y nos alegramos en sorprender a los demás en acciones malas, cuando enjuiciamos vanamente a los demás o aireamos en la conversación estas acciones, sin examinar los problemas de la persona que ha hecho el mal. Y quizá somos peores. ¿Quién puede tirar la primera piedra?
Jesús va a darles a aquellos fariseos una gran lección, sin humillarlos. Por eso quizá, como dando largas al asunto, se pone a escribir en la tierra. ¿Escribiría los pecados de aquellos, o quizá la ley del amor, o simplemente serían signos sin sentido para quitar tensión a la escena? Aquellos se impacientan, siguen buscando la respuesta, hasta que Jesús les dice: “Quien esté sin pecado que tire la primera piedra”. Ellos no se habían dado cuenta que eran tan perversos como aquella mujer. Se encuentran frente a la misma Misericordia, que actúa con plena libertad y plena paz. El evangelista parece que tiene un detalle de ironía cuando dice que fueron marchándose “comenzando por los más viejos”. Podemos considerar que Jesús les ha librado de haber hecho una obra tan malvada.
Y queda la pecadora frente a Jesús. El es el único que podría condenarla, ya que no tiene pecado. Quizá aquella mujer estaba acostumbrada a ver en los hombres miradas de malos deseos o de codicia o de condena. Ahora se encuentra con una mirada llena de misericordia. Jesús no aprueba el pecado, pero perdona a quien ha pecado.
Perdona sin humillar. Perdona con respeto, pues aunque una persona sea pecadora, se merece un respeto como hechura de Dios. Jesús comprende los atenuantes del pecado, ya que nosotros no podemos conocer el grado de maldad de cada persona. No sólo la perdona, sino que la dignifica con la gracia. Eso sí: la recomienda que no vuelva a pecar. Prevalece la gracia contra la justicia.
Se parece esta escena a la parábola del hijo pródigo. Esta mujer es como el hijo pequeño; mientras que los fariseos son como el hijo mayor, que no sabe perdonar. En estos días cercanos ya a la Semana Santa acudamos a hacer una buena confesión, ya que Jesús nos perdona por medio del sacramento. Y cuando sintamos que Dios nos ha perdonado, no volvamos a pecar.
Lectura del santo evangelio según san Juan (8,1-11):
En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba.
Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron:
- «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?».
Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo.
Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo.
Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo:
- «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra».
E inclinándose otra vez, siguió escribiendo.
Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos. Y quedó solo Jesús, con la mujer en medio, que seguía allí delante.
Jesús se incorporó y le preguntó:
- «Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?».
Ella contestó:
- «Ninguno, Señor».
Jesús dijo:
- «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más».