Evangelio del domingo, 3 de marzo de 2019
Si hemos de vivir la comprensión y el perdón con aquellos que nos persiguen o desprecian, más aún debemos tratar con extremada delicadeza y humildad a quienes Dios ha puesto junto a nosotros.
En primer lugar, Jesús nos previene contra un peligro sutil y común en el trato con los demás: el progresivo olvido de los propios defectos, mientras centramos la atención en los defectos ajenos e incluso proyectamos en ellos los nuestros. Pero “¿acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo?”. Está ciego para ayudar a los demás quien no lucha primero contra los propios defectos.
La luz que necesita el cristiano es la que nos da Jesús con sus enseñanzas. Y si aceptamos esas enseñanzas y las seguimos con docilidad, ellas mismas nos quitan nuestra ceguera y también iluminan a otros ciegos. ¿Quiénes son esos ciegos? Aquéllos que no pueden ver la importancia de seguir esas enseñanzas y aquéllos que no quieren seguirlas.
Por eso continúa Jesús: “No está el discípulo sobre su maestro, si bien, cuando termine su aprendizaje, será como su maestro”. Es decir, el discípulo que se deja formar por Cristo y que asume y practica sus consejos y enseñanzas puede comenzar a parecerse a su Maestro. Y sólo así podrá ser esa luz para los demás, esa guía luminosa que atrae a otros, porque quien los atrae es la misma Luz que es Cristo, el Maestro.
Entonces, para poder guiar hay que ser luz. Y no se es luz cuando se anda cargado de pecados y defectos, pero sintiéndose con derecho de acusar y reclamar a otros sus defectos y pecados que –muy posiblemente- son mucho menores que los propios.
A esos atrevidos Jesús los acusa con una palabra bien fuerte que Él usaba contra los Fariseos: “¡Hipócrita!” Y luego el mandato: “Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano.”
Y para que nos sirviera de instrospección a ver si somos luz, y también para reconocer a los que pueden guiar –porque son luz- Jesús presenta una característica a observar: “cada árbol se conoce por su fruto”. Por sus frutos los conoceremos -y también podemos conocernos nosotros mismos- “pues no hay árbol bueno que dé fruto malo, ni árbol malo que dé fruto bueno”.
La importancia de cultivar virtudes en nuestro interior, como el buen cuido que se le da a las plantas y árboles. ¿Cómo hacerlo? Cristo nos dejó la guía en Su Palabra y la ayuda en Su Iglesia. En la Iglesia tenemos los Sacramentos, concretamente la Confesión y la Comunión, como auxilios indispensables para alimentar el corazón.
Lectura del santo Evangelio según San Lucas.
En aquel tiempo, dijo Jesús a los discípulos una parábola:
«¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? No está el discípulo sobre su maestro, si bien, cuando termine su aprendizaje, será como su maestro. ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: “Hermano, déjame que te saque la mota del ojo”, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano.
Pues no hay árbol bueno que dé fruto malo, ni árbol malo que dé fruto bueno; por ello, cada árbol se conoce por su fruto; porque no se recogen higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos.
El hombre bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque de lo que rebosa el corazón habla la boca».