Evangelio del domingo, 3 de febrero de 2019
Seguimos en el mismo escenario del domingo precedente. Estamos, por tanto, en la sinagoga de Nazaret, donde Jesús ha dicho a sus paisanos que las palabras de Isaías que acababan de escuchar se referían a él: “Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír”. Sus paisanos no lo dicen, pero lo piensan. Porque la pregunta “¿no es éste el hijo de José?”, llevaba esta retranca: “¿No le hemos visto ayudar a su madre en casa, trabajar en el taller, hacer los arreglos de nuestras casas, en una palabra, ser uno más de nosotros?.
Incluso van más lejos en su interior, aunque no lo manifiesten con palabras: “Que haga aquí los milagros que dicen que ha hecho en Cafarnaún, y le creeremos”. Jesús lee su pensamiento y les sale al paso: “Sin duda me diréis el refrán: ‘Médico cúrate a ti mismo’. Haz aquí en tu tierra lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún”. Pero les apostrofó: “Os aseguro que ningún profeta es bien recibido en su tierra”. Y para demostrárselo les recordó que Elías y Eliseo habían hecho dos milagros no a judíos sino a paganos: a una viuda de Tiro y a un general sirio. La reacción de los nazaretanos a estas palabras no pudo ser más violenta: “Se pusieron furiosos”, dice el evangelio. Y añade: le llevaron a empujones hasta “un barranco con ánimo de despeñarle” y matarle. No pudieron, porque todavía no había llegado la hora de Jesús y éste se les escabulló.
¿Cómo explicar que sus paisanos hayan intentado matar a Jesús? Por lo mismo que otros terminarían condenándolo a muerte: por haber tenido la osadía de decir la verdad. Ahora, por decir que era el enviado de Dios. Más tarde, por decir que era Dios. ¡Imposible, no podía ser que fuera enviado de Dios y Dios el que había vivido treinta años como uno más! Dios tenía que ser distinto, grandioso, milagrero. En definitiva: no quisieron aceptar a Dios porque no coincidía con la idea que ellos se habían formado de Dios. Y, en vez de cambiar ellos, quisieron que cambiara Dios. Es la historia de tantos y tantas de hoy día: quieren que Dios sea como ellos quieren. Y como esto no es posible, rechazan a Dios. ¿Vale la pena aferrarse a los propios esquemas?.
Lectura del santo evangelio según san Lucas (4,21-30):
En aquel tiempo, Jesús comenzó a decir en la sinagoga:
«Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír».
Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de su boca.
Y decían:
«¿No es este el hijo de José?».
Pero Jesús les dijo:
«Sin duda me diréis aquel refrán: “Médico, cúrate a ti mismo”, haz también aquí, en tu pueblo, lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún».
Y añadió:
«En verdad os digo que ningún profeta es aceptado en su pueblo. Puedo aseguraros que en Israel había muchas viudas en los días de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías sino a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, sin embargo, ninguno de ellos fue curado sino Naamán, el sirio».
Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo echaron fuera del pueblo y lo llevaron hasta un precipicio del monte sobre el que estaba edificado su pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y seguía su camino.