Evangelio del Domingo, 6 de agosto de 2017
Este Domingo nos centramos en una preciosa palabra: ESCUCHAR.
Escuchar al Jesús. ¿Cuánto deseamos escuchar a Nuestro Señor? ¿Le tenemos miedo? Podemos llegar a pensar: "es que me pedirá mucho"...
Si tenemos ese miedo es que no hemos conocido profundamente su corazón, o no hemos meditado con humildad sus preceptos. Abramos los oídos del alma, seamos valientes, generosos, fieles y ya veremos, la gran recompensa que nos dará, nos ha prometido el ciento por uno y la vida eterna.
Dios nos habla en medio de nuestras actividades, nos va dando mociones a través del Espíritu Santo, pero si tenemos solamente trepidación en el alma, preocupaciones personales, jamás podremos escuchar lo que Dios nos dice.
Hay tantas voces hoy día. Y todas las voces parecen sabias y atractivas. Son de eruditos, internautas, comentaristas, políticos, gurús religiosos, celebridades... Nos prometen salud, riqueza y felicidad, pero raramente cumplen sus promesas y frecuentemente nos llevan a la ruina.
Con la Transfiguración en el Monte Tabor, el Señor nos llama a la vida nueva, una transfiguración interna.
Para que de orgullosos, nos hagamos humildes. De perezosos, esforzados. De apasionados, puros. De codiciosos, contenidos. De distraídos, concentrados. De duros, misericordiosos.
Lectura del santo evangelio según san Mateo (17,1-9):
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien se está aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»
Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.»
Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis.»
Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»