Evangelio del Domingo, 30 de abril de 2017
Tarde de Resurrección. Dos discípulos de Jesús caminan de Jerusalén a Emaús, un pueblo a ocho kilómetros. Llevan el alma destrozada. Van comentando la noticia del día: la muerte y sepultura del que había sido su héroe. De pronto se les une un caminante y pregunta: ¿De qué habláis? ¿De qué podemos hablar que no sea de Jesús, profeta grande en obras y palabras, al que han dado muerte los jefes del pueblo? Él había dicho que resucitaría pero, ya ves, hace de esto tres días y no ha tenido lugar. Es verdad que unas mujeres han ido al sepulcro, lo han encontrado vacío y dicen que unos ángeles les han dicho que ha resucitado, pero a él no le han visto. Ya sabes, cosas de mujeres. Les escucha atentamente y deja que saquen a superficie lo que les oprime el alma.
Cuando llega su turno, echa mano, de memoria, de los Profetas, Salmos y otros escritos de la Escritura y al final les dice: ¿No estaba dicho todo esto y que al tercer día resucitaría? Les habla con amor y con pasión. La mente y el corazón de los caminantes se va calentando sin que sean muy conscientes. Por fin, llegan a Emaús. Él les da el saludo de despedida y hace ademán de proseguir su camino. No, no, le dicen, porque ya es muy tarde. Quédate con nosotros.
Ya en la mesa, bendice y parte el pan y se da a conocer: ¡Es Jesús, que ha Resucitado! Les deja con la palabra en la boca y desaparece. La presencia ha sido mínima, pero suficiente para devolverles la fe y el sentido de su vida. Me parece que los caminos del mundo, de la Iglesia, de nuestras parroquias, de nuestras casas, de nuestros lugares de trabajo y de diversión están abarrotados de caminantes de Emaús. Pero no está todo perdido. El Resucitado no se ha olvidado de ellos. ¡No puede hacerlo, porque ha dado la vida por ellos!
Pero necesita que tú-madre de familia, amigo, esposa- y yo le hagamos presente en esos caminos. Lo haremos si le copiamos al pie de la letra: acercarnos, escuchar con atención, hablarles de Dios, poner en sus manos un Evangelio y ¿por qué no? invitarles a volver a la Iglesia y a la misa del domingo. Vale la pena, porque están tan hundidos y tan necesitados como aquéllos.
Lectura del santo evangelio según san Lucas (24,13-35):
Aquel mismo día (el primero de la semana), dos de los discípulos de Jesús iban caminando a una aldea llamada Emaús, distante de Jerusalén unos sesenta estadios;
iban conversando entre ellos de todo lo que había sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo.
Él les dijo:
«¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?».
Ellos se detuvieron con aire entristecido, Y uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le respondió:
«Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabes lo que ha pasado allí estos días?».
Él les dijo:
«¿Qué?».
Ellos le contestaron:
«Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que él iba a liberar a Israel, pero, con todo esto, ya estamos en el tercer día desde que esto sucedió. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado, pues habiendo ido muy de mañana al sepulcro, y no habiendo encontrado su cuerpo, vinieron diciendo que incluso habían visto una aparición de ángeles, que dicen que está vivo. Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a él no lo vieron».
Entonces él les dijo:
«¡Qué necios y torpes sois para creer lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria?».
Y, comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras.
Llegaron cerca de la aldea adonde iban y él simuló que iba a seguir caminando; pero ellos lo apremiaron, diciendo:
«Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída».
Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron.
Pero él desapareció de su vista.
Y se dijeron el uno al otro:
«¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?».
Y, levantándose en aquel momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo:
«Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón».
Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.