Evangelio del Domingo, 21 de Febrero de 2016
Estamos en el monte Tabor, donde Jesús ha subido con sus tres discípulos predilectos: Pedro, Santiago y Juan. Quiere hacerles testigos de algo excepcionalmente importante, porque pronto serán también testigos de un acontecimiento que removerá los cimientos de su vida de apóstoles: su muerte en la Cruz. Tiene que mostrarles que “eso” es necesario, más aún, imprescindible. Pues el Mesías que ha previsto el Padre es un Mesías que llegará a la exaltación suprema después de y a causa de una humillación suprema.
Sólo después de morir podrá resucitar gloriosamente. Sus discípulos están prontos para admitir lo segundo pero no para lo primero. De hecho, hace unos pocos días ha tenido que reprender severamente a Pedro, que no estaba dispuesto a aceptar la muerte en la Cruz. Para que un día la acepten sin echarse atrás del todo, les lleva al monte y allí se les revela como quien realmente es. Él es, ciertamente, un hombre. Pero no sólo es hombre perfecto: ¡es Dios!, “Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el Padre”, como rezamos en el Credo de la Misa.
Hoy, en el monte, se deja ver en su totalidad: Dios-Hombre. Esta es la revelación de la Trasfiguración. Revelación que va acompañada de una misión y se resume en una sola palabra: “Escuchadle”, que dice la voz del Padre. Los cristianos tenemos la misión de escuchar a Jesús, de relacionarnos personalmente con él, de ponernos a la escucha de lo que nos diga. Porque Cristo mismo es nuestra ley. Nuestra ley es la ley del amor a Cristo y, por él, al hermano. Si hacemos esto, seremos transfigurados.
Ese es nuestro destino. Trasfigurados al final de los tiempos, cuando resucitemos gloriosos para participar en la gloria que adelanta la Trasfiguración. Pero trasfigurados ya en la tierra. Porque los santos, que son quienes han escuchado de verdad a Jesús, quedaron trasfigurados, convertidos en “otros” hombres y mujeres: resplandecientes, atrayentes, espejos que reflejaban “otra” realidad maravillosa. Cuaresma nos lleva a la Pascua. Tenemos que morir, confesando nuestros pecados. Si lo hacemos, resucitaremos.
Lectura del santo evangelio según san Lucas (9,28b-36):
En aquel tiempo, Jesús cogió a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto de la montaña, para orar. Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos. De repente, dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que, apareciendo con gloria, hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén. Pedro y sus compañeros se caían de sueño; y, espabilándose, vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él. Mientras éstos se alejaban, dijo Pedro a Jesús:
«Maestro, qué bien se está aquí. Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»
No sabía lo que decía. Todavía estaba hablando, cuando llegó una nube que los cubrió. Se asustaron al entrar en la nube. Una voz desde la nube decía:
«Éste es mi Hijo, el escogido, escuchadle.»
Cuando sonó la voz, se encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio y, por el momento, no contaron a nadie nada de lo que habían visto.