Hoy es el último domingo antes de Navidad. Cuarto domingo de Adviento en lo que se conoce como semana mayor del Adviento. Esta semana está caracterizada por las antífonas en el rezo de las vísperas donde nos dirigimos al Niño Dios que va a nacer en Belén con los antiguos y venerados títulos Mesiánicos que aparecen en la Sagrada Escritura: Oh! Sabiduría; Oh! Adonai; Oh! Renuevo del tronco de Jesé; Oh! Llave de David; Oh! Sol de justicia; Oh! Rey de las naciones; Oh! Enmanuel. Es también un tiempo mariano, en el que la Iglesia contempla a María como Virgen de la Esperanza, y también, en virtud de estas antífonas, se le conoce a María como la Virgen de la O.
El domingo pasado os hablaba de suscitar el deseo de Dios como el más profundo y fundamental. Hoy me gustaría hablaros del Adviento como tiempo de espera y esperanza. Efectivamente, la Iglesia y nosotros, como miembros de Ella, estamos a la espera del Niño Dios. Por eso, podríamos preguntarnos qué esperamos realmente en Navidad. Mejor dicho, a Quién esperamos en Navidad. Quizás nos encontramos en la periferia de la fiesta: esperamos unos días de descanso, unas vacaciones, algunos regalos. Incluso cosas tan deseables como encontrarnos con la familia, con amigos lejanos,… pero todo ello aún no ha penetrado en el misterio profundo de Navidad. Algunos incluso les produce tristeza porque hay seres queridos que han fallecido, otros no están… Pero quizás deberíamos profundizar en el sentido pleno de la Navidad: en este tiempo esperamos a Dios, hecho Niño, a un Dios que ha tomado nuestra carne, que abraza nuestras vidas, sencillo, humilde, servidor, nacido en pobreza para llenarnos de su riqueza. Y esto llena siempre de luz y alegría el corazón humano, porque hemos sido creados para amar y ser amados, por tantas personas pero, fundamentalmente, por Dios.
En estos días, ya cercanos a la Navidad, hay muchas cosas que nos invitan a la alegría. Y está muy bien. Desgraciadamente muchos se quedan sólo en la parte externa, material. Y, como son cosas pasajeras y a veces muy deficientes, la alegría se deshace como un pedazo de hielo puesto al calor del sol. En este domingo 3º de Adviento la Iglesia quiere que en la misma liturgia resuene la palabra alegría. Hoy lo vemos un poco en las tres lecturas. En la primera sentimos al profeta Isaías que invita a la esperanza alegre, a pesar de que el pueblo está en el destierro, porque Dios, que es nuestro creador, no puede querer en definitiva el mal, sino la alegría, para la cual debemos colaborar con el arrepentimiento y el acercarnos al Señor.
Todos los años el último domingo de Adviento la Iglesia nos trae la figura de la Virgen María. Ella es la que mejor se preparó para la primera Navidad y Ella es la que mejor nos puede ayudar para hacer una digna preparación para recibir a Jesús en nuestro corazón el día de Navidad. De hecho, toda nuestra vida es como un Adviento continuo de preparación para el gran encuentro con el Señor al final de nuestra vida. Iremos mucho mejor preparados, si vamos de la mano de nuestra Madre del cielo o si aceptamos estar siempre en sus brazos. Para ello debemos aprender su gran esperanza, símbolo del Adviento, y su completa confianza en la voluntad de Dios. Este año el evangelio nos trae la Anunciación a María del gran misterio “escondido por los siglos”, pero ahora revelado, como dice hoy san Pablo en la segunda lectura. En la primera lectura se nos dice cómo el rey David quería hacer una casa digna al Señor y cómo le dice Dios que le va a regalar otra casa perpetua, que significa la sucesión de la dinastía hasta que llegara el Salvador. El misterio que ahora revela el ángel a María es que ese sucesor de David va a ser Dios mismo que se hace hombre. Jesús en su vida no se atribuyó a sí mismo ese título de “hijo de David”, aunque sí se lo daban, por no alimentar el nacionalismo fácil y peligroso. La intención del evangelio es decirnos que ese Hijo de Dios está enraizado en nuestra naturaleza humana.
Esto sería realidad gracias a la aceptación de María. Jesús viene a salvarnos, pero quiere nuestra colaboración para la salvación. Y la primera colaboración consciente y libre va a ser la de su madre. No es a “ojos cerrados”: María escucha y pregunta para enterarse. Y cuando se da cuenta, sin grandes investigaciones, que es la voluntad de Dios, acepta y pronuncia el “hágase” tan importante para la historia de la humanidad.
Así Jesús entra en la historia de la humanidad por el “sí” de las personas humildes, pobres, atentas a la voluntad de Dios. No fue fácil para la Virgen. Era un cambio muy grande en sus planes de vida, era comenzar una vida incierta y difícil por el hecho de ser virgen y madre. ¿Cómo le iba a decir a José y a sus parientes que aquella maternidad era “obra del Espíritu Santo”? Pero se arroja en los brazos amorosos de Dios. Porque el seguir la voluntad de Dios siempre tiene que ser algo bueno: Dios no puede querer algo malo para nosotros. El “hágase” de María es un profundísimo acto de fe y de confianza absoluta en el poder y en los planes de Dios. Es como presentar la vida ante Dios, como si fuese una hoja en blanco para que Él escriba lo que quiera y como lo quiera. Esto es fácil decirlo. Muchas veces el que se haga la voluntad de Dios en nosotros es como una fórmula; pero luego en realidad lo que queremos es que Dios haga nuestra voluntad. Nos cuesta aceptar cambiar los planes que hemos hecho.
Os saludo cordialmente en mi primera colaboración en estas páginas. Agradezco esta herramienta que se me ofrece para estar más cerca de vosotros y poder ofreceros humildemente algunas reflexiones semanales que nos ayuden a vivir apasionadamente nuestra vocación haciendo fructificar tantos dones con los que Dios nos bendice.
El tiempo de Adviento va avanzando y apenas nos quedan este domingo y el siguiente para presentarnos ante el portal de Belén adentrándonos en el maravilloso acontecimiento de la Navidad. Quisiera recordar la oración que abría este tiempo de espera y esperanza, que decía así: «Oh Dios, aviva en tus fieles, al comenzar el Adviento, el deseo de salir al encuentro de Cristo, que viene, acompañados por las buenas obras, para que, colocados un día a su derecha, merezcan poseer el reino eterno». Esta oración sintetiza admirablemente los elementos característicos de este tiempo.
Avivar el deseo. Es una gran cuestión. Porque los deseos son elementos interiores que mueven y orientan nuestra vida. ¿Qué deseo en mi vida? ¿Qué deseo cada día? ¿Todos los deseos me construyen y me hacen crecer? Qué importante es conocer los deseos profundos de nuestro corazón y aprender a discernir sobre ellos, distinguir los buenos de los malos y saber cómo gestionarlos. La oración nos habla de un deseo concreto y fundamental: el deseo de salir al encuentro de Cristo. Efectivamente, el deseo más profundo de todo corazón humano es el deseo de Dios. San Rafael Arnaiz, insigne santo burgalés, lo expresaba de esta manera: «Como el ciervo desea las fuentes, como el cervatillo sediento olfatea el aire buscando con qué mitigar su sed, así mi alma suspira de sed de vida… Vida que es espacio y luz, vida en la cual esta centellica de amor que llevo dentro se dilatará, se inflamará y a la vista de tu Rostro» (cfr. Deseo de Dios y la ciencia de la cruz).
Continuemos con la oración. Avivar el deseo «acompañados por las buenas obras». El deseo de Dios produce de modo inmediato el ensanchamiento del corazón al servicio de los hermanos, de modo particular los más desfavorecidos. Y viceversa, sirviendo a los hermanos encontramos a Dios. La santa de Calcuta, cuando habla de la sed de Jesús en la cruz, identifica el servicio a los más empobrecidos como el modo de saciar esta sed: «Tenemos que aplacar la sed de Jesús -del amor de los demás y de nuestro amor… Por cada acción con los enfermos y los moribundos, aplaco la sed de Jesús del amor de esa persona, por mi entrega del amor de Dios que hay en mí a esa persona en particular… Así es como aplaco la sed de Jesús por los demás, entregando su amor en acción hacia ellos» (Instrucciones, 19 septiembre 1977).
Y todo ello para hacer presente su Reino en medio de nosotros. Reino de santidad y justicia, reino de verdad y gracia, reino de amor y misericordia. A este reino aspira nuestro corazón. Es lo que anhelamos de modo profundo, como decía ya san Agustín en el siglo VI: «Nos hiciste Señor para ti, y nuestro corazón se encuentra inquieto hasta que descansa en ti». Aprovechemos el tiempo de Adviento que nos queda y reavivemos el deseo profundo de Dios para que la noche santa de Navidad se vea colmado por la humildad y ternura del Niño, que es la Palabra encarnada que sacia nuestra sed. Con gran afecto.