La vida contemplativa que genera la esperanza

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

«La esperanza que brota de la fe en la realidad última de Dios se hace carne cotidiana en cada convento y monasterio, allí donde se cultivan la oración y la celebración, la fraternidad y la reconciliación, la hospitalidad y la caridad, el trabajo y el descanso». Con estas palabras, los obispos de la Comisión Episcopal para la Vida Consagrada desean adentrarnos en la Jornada Pro Orantibus, que celebramos hoy, solemnidad de la Santísima Trinidad, bajo el amparo de un lema que anhela dar respuesta a la sed de un mundo escéptico, quebrado y cansado: Generar esperanza.

La vida monástica construye, sustenta y edifica –desde lo más íntimo del claustro– el corazón de la Iglesia. En el rincón más escondido resuena su voz, como lámpara siempre encendida que custodia al mismo Dios, dejándose forjar por el Señor, en el silencio que lo empapa e inunda todo.

San Benito de Nursia, fundador del monacato occidental, insistía en su Regla que la oración es, en primer lugar, un acto de escucha (cf. RB Pról. 9-11) que, más tarde, debe traducirse en acción concreta: «El Señor espera que respondamos diariamente con obras a sus santos consejos» (35). Así, ofrecía una simbiosis fecunda entre acción y contemplación, las cuales deben caminar de la mano «para que en todo sea Dios glorificado» (57, 9).

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El Espíritu de Dios para que el mundo viva

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

«El Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, os enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14, 26). Este es el anuncio esperado, el legado que nos abre a la esperanza, la promesa eterna de sabernos amados hasta el extremo.

Con la venida del Espíritu Santo, quien coopera con el Padre y el Hijo desde el comienzo de la historia hasta su consumación, celebramos en la Iglesia la solemnidad de Pentecostés. Hoy vuelve a cumplirse la promesa de Cristo a los apóstoles, cuando les dio su palabra para dejar grabado en sus corazones que el Padre enviaría al Paráclito con la intención de guiarlos en la misión evangelizadora (cf. Lc 24, 46-49). Estamos, pues, ante una fiesta de plenitud, de gozo, de gracia derramada.

«Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido, como el de una violenta ráfaga de viento, que llenó toda la casa donde estaban, y aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y fueron posándose sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo» (Hch 2, 1-4). Viento y fuego, así se hace presente el Espíritu de Dios sobre cada uno de nosotros, sus hijos amados, para impregnar nuestras vidas de luz, fuerza y consuelo para transformar el mundo según el corazón del Padre.

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Hablar con el corazón en la verdad y en el amor

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

«Después de haber reflexionado, en años anteriores, sobre los verbos “ir”, “ver” y “escuchar” como condiciones para una buena comunicación, en este Mensaje quisiera centrarme en “hablar con el corazón”». Con esta confesión, promesa siempre nueva de Jesús que nos recuerda que cada árbol se reconoce por su fruto (cf. Lc 6, 44), comienza la carta que el Papa Francisco ha escrito para la LVII Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales que hoy celebramos.

El lema elegido por el Santo Padre –Hablar con el corazón, «en la verdad y en el amor»(Ef 4,15)– deja, a su paso, una enseñanza que se convierte en mandamiento, huella y sendero para todo aquel que desee comunicar con el lenguaje del alma: para hacer una comunicación humana y veraz es necesario purificar el corazón.

La comunicación es un pilar fundamental para la sociedad, para el mundo y, sobre todo, para la Iglesia. Cuando nos comunicamos, dejamos abierta una puerta de nuestra vida para que otro hermano pueda entrar. Y qué importante es, ahí, el modo que empleamos, el tono al que recurrimos o el cariz de cada una de nuestras palabras. Porque no solo es esencial lo que decimos, sino también cómo lo expresamos: la manera de hablar, de mirar, de cuidar y de ser cauce de escucha y misericordia para con el otro. Porque si la comunicación no nace del corazón, ¿qué amor estaremos testimoniando si no busca el interés por los demás (cf. Flp 2, 4)?

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Me van faltando las fuerzas, no me abandones

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Cuando aparece la enfermedad, particularmente si es grave o crónica, no es fácil resituar la vida para hacer frente a semejante desafío. Y afloran, muchas veces sin pretenderlo, las preguntas fundamentales de la vida: ¿cómo afecta esta situación a la vida cotidiana? ¿cómo influirá en mi familia, en las personas que me quieren, en mi trabajo, en mis relaciones sociales? ¿qué me deparará el futuro? Y aparecen así mismo, otras cuestiones de gran calado: ¿cuál es el significado de la enfermedad? ¿se puede encontrar algún sentido al sufrimiento? Y también se vive de alguna manera la experiencia de la fragilidad y finitud de la vida humana.

Para un cristiano, estas cuestiones nos hacen volver la mirada a Jesús. Ante todo, Él nos escucha y nos acompaña todos los días hasta el fin del mundo. A veces la relación no es fácil: el reproche, el enfado, el rechazo… Pero también caben la confianza, el descanso en su regazo, la esperanza cierta. Él es el Siervo sufriente por amor, siervo inocente que ha experimentado nuestros dolores, sufrimientos, angustias y soledades. Él nos comprende y se ofrece para ser nuestro descanso: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré» (Mt 11, 28). Con Él y en Él es posible comenzar a escrutar el sentido de la propia vida y también a percibir luces que empiecen a iluminar el sentido del sufrimiento.

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María, Madre y Reina de la familia

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Hemos comenzado el mes de mayo, mes de María. Todas las prerrogativas que le concedió Dios apuntan hacia su vocación fundamental de ser Madre de Dios y, en su Hijo, ser también madre nuestra. Por eso en este domingo primero de mayo celebramos a todas las madres, a la nuestra propia que con tanto amor nos acogió en su seno, nos dio a luz y se ha entregado hasta el último aliento de vida para hacer de cada uno de nosotros una creación de amor y de esperanza.

Las madres, junto a los padres, constituyen el pilar fundamental de la familia. Por eso, me ha parecido oportuno instituir en la archidiócesis la Pascua de la familia, que se celebrará cada quinto domingo de Pascua. Así, lo que celebramos el domingo de la Sagrada Familia, inmediatamente después de Navidad, culmina en la Pascua, donde el Resucitado llena de luz y misericordia a cada una de nuestras familias. ¡Cuánto necesitamos de esta luz y vida pascual, particularmente aquellas familias probadas por el dolor, el desamor o cualquier tipo de sufrimiento!

Efectivamente, «La familia tiene carta de ciudadanía divina. Se la dio Dios para que, en su seno, crecieran cada vez más la verdad, el amor y la belleza». Bajo el amparo de estas preciosas palabras que el Papa Francisco dedicó a los asistentes al Encuentro Mundial de la Familia, celebrado en Filadelfia en 2015, quisiera vivir este día junto a cada uno de vosotros para celebrar esta primera Pascua de la Familia. Un don preciado, un tesoro incomparable, una ofrenda infinita nacida de la belleza de la Sagrada Familia de Nazaret.

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Parroquia Sagrada Familia