Santísimo Cristo de Burgos, ¡árbol único en nobleza!

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)
Queridos hermanos y hermanas
«En plenitud de vida y de sendero dio el paso hacia la muerte porque Él quiso. Mirad, de par en par, el paraíso, abierto por la fuerza de un Cordero», reza el himno de Laudes ¡Oh Cruz fiel, árbol único en nobleza!, para recordarnos que Jesús, desde la Cruz, nos abre las puertas del Cielo con la fuerza de su amor.
Hoy, festividad de la Exaltación de la Santa Cruz, ponemos los ojos en Cristo, el Cordero de Dios, clavado en un madero, desde donde da sentido al sufrimiento del mundo. ¿Acaso podríamos eliminar de modo permanente el dolor de nuestras vidas? ¿Sería posible acabar para siempre con el desconsuelo? Evidentemente, no es posible, porque el dolor y el amor, de manera indefectible, caminan de la mano.
Sí podemos encontrar un sentido a la cruz como fruto de la libertad desde la fe. Y, para ello, tenemos que mirar a Jesús Crucificado, permanecer en su entrega desmedida que Él quiso ofrecer por entero para mostrarnos su adhesión al dolor humano, para compartir nuestro sufrimiento y hacerlo redentor.
El Santísimo Cristo de Burgos recorre hoy las calles de nuestra ciudad, para bendecir todos esos lugares donde habita algún resquicio de desconsuelo, de agonía, de soledad. Portado a hombros, visitará cada una de las escenas de la Pasión, llorará en todas las lágrimas derramadas en el Huerto de los Olivos, besará los pies de aquellos que viven en soledad su Última Cena, recogerá las piedras que se quedaron abandonadas en el Monte Calvario y perdonará a esos hermanos que hacen daño sin saber en verdad lo que hacen.
El Señor asume nuestro calvario personal y, con una entrega desmedida, nos enseña el camino del amor para encontrarse con nosotros. ¿Estamos dispuestos a prestarle nuestra cruz y dejarnos cuidar por Él?
«Sube a mi Cruz. Yo no he bajado de ella todavía», le dice a san Juan de la Cruz. Y, ante este «escándalo», como se refiere san Pablo, nos espera paciente, sin palabras, pero con un amor que lo transforma todo. El apóstol de los gentiles se sabía «crucificado con Cristo» (Gal 2, 19) y «configurado a su muerte» (Fl 3, 10), pues llevaba en su cuerpo «las marcas de Jesús» (Gal 6, 17). Y ante la posibilidad de ser alabado por ello, se desviste de toda perfección para gloriarse en sus debilidades, padecimientos y sufrimientos.
Las tribulaciones y los consuelos adquieren un sentido nuevo y un valor salvífico cuando pasan por el filtro del amor crucificado y resucitado. Y no siempre nos es posible, como san Pablo, gloriarnos en las debilidades y en las persecuciones padecidas por Cristo para configurarnos con Él y alcanzar la salvación, pero ciertamente las espinas de la Cruz abren, con cuidado, las puertas del Cielo.
«El que te creó sin ti, no te salvará sin ti», desveló san Agustín. Por eso es crucificado y resucita por nosotros, aunque muchas veces no comprendamos el enigma misterioso de la cruz que sólo Dios entiende. Busquémoslo, se dejará encontrar y cambiará nuestra suerte (cf. Jr 29, 13).
María comparte el sufrimiento –al pie de la Cruz– de su Hijo. Ella nos consuela en los momentos de oscuridad. Con Ella podemos entonar la última estrofa del himno con el que comenzaba esta carta: «¡Oh Cruz fiel, árbol único en nobleza! Jamás el bosque dio mejor tributo en hoja, en flor y en fruto. ¡Dulces clavos! ¡Dulce árbol donde la Vida empieza con un peso tan dulce en su corteza!».
Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.