¿Todo termina con la muerte?

Actualmente son muchos los que piensan que no hay más vida que la vida en la tie­rra. Y que, cuando morimos, nos convertimos en nada. En tiempos de Jesús encarnaban esta mentalidad los saduceos. Ellos admitían la existencia de Dios y creían también que Dios había creado al mundo y a los hombres y había dado unos mandamientos por medio de Moisés. Pero negaban que, des­pués de la muerte, los muertos volviesen a la vida, es decir, re­sucitasen.

Un día, un grupo de ellos se acercó a Jesús para po­nerle en aprietos, visto que ha­bía salido airoso en sus dispu­tas con los fariseos, respecto a los que se sentían superiores. Y lo hicieron con un argumento tan alambicado como absurdo. Como la Ley de Moisés manda­ba que, si uno moría sin des­cendencia, el hermano se casa­ se con la viuda. Cuando tenga lugar la resurrección de los muertos, ¿de cuál de ellos será mujer? porque todos estuvie­ron casados con ella. Lo que a ellos les parecía una dificultad insoluble lo resolvió Jesús con la misma facilidad que un azu­carillo se disuelve en una taza de café. "No entendéis nada, les dice. Después de la resurrec­ción los hombres y las mujeres no se casarán, pues serán como ángeles". Sin embargo, habrá resurrección, "porque Dios no es Dios de muertos sino de vi­vos".

Ninguna verdad cristiana debería ser tan consoladora para nosotros como el dogma de la resurrección de nuestra car­ne, de nuestro ser corporal. Por­que él nos asegura que la vida - como reza el prefacio de la mi­sa de difuntos- "no termina, se trasforma". Como el grano de trigo que se siembra y germina: no se destruye sino que se transforma y donde había un grano surge un puñado de espigas. Sí. La "muerte no es el final del ca­ mino". "La nada" no es el destino de los hombres. Nuestro destino es vivir. Vivir para siempre. De una forma completamente nueva, pero real. Tan re­al como la resurrección de Je­sucristo, de la que es participación. Esta es nuestra fe. ¡¡Maravillosa y consoladora fe!!

Parroquia Sagrada Familia