Preparar de verdad la Navidad

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

 

A las puertas de una nueva Navidad, quisiera compartir con vosotros el misterio sagrado, trascendental y profundo de la Encarnación del Hijo de Dios.

El Adviento, con su poso de eternidad y su mirada contemplativa hacia el Absoluto, llega a su fin. Y lo hace para introducirnos en el sacramento de la Belleza que se hace vida en Navidad, para iluminar –con Quien es «Luz del Mundo» (Jn, 8, 12)– los rincones de nuestra presencia y para acomodar la posada de nuestro corazón ante la llegada del Niño que nace en un humilde pesebre.

Dios toma nuestra carne para habitar entre nosotros. Máxime en estos momentos difíciles y llenos de ecos dolorosos que intentan solapar el paso del Amor por nuestras vidas. «La Navidad suele ser una fiesta ruidosa», decía el Papa Francisco en su mensaje de Navidad del año pasado, «y nos vendría bien un poco de silencio, para oír la voz del Amor».

Es el tiempo del amor, de la acogida, de la mirada apacible y de la sonrisa. Sí, de la sonrisa. Porque es esencial dibujar en nuestro rostro la mirada feliz del Niño que nace para sorprendernos con su alegría. Hay que hacerlo, incluso cuando las cosas no van bien, cuando nos cuesta comprender la voz de Dios o cuando los sueños anhelados se rompen y la vida nos obliga a volver a empezar.

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La Inmaculada Concepción de María y la mirada de san José

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

 

El próximo miércoles, 8 de diciembre, celebramos la solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María. Una vida de pureza que la Virgen María, la «llena de gracia» (Lc 1, 28), nos invita a vivir también hoy.

Ella, «la redimida de la manera más sublime en atención a los méritos de su Hijo» (Lumen gentium, 53), quien fue preservada inmune «de toda la mancha de pecado original desde el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente» (Pío IX, Bula Ineffabilis Deus: DS, 2803), vuelve a recordarnos en estos momentos difíciles que en su corazón de Madre caben el dolor, el júbilo, las tristezas y la esperanza de la humanidad entera. Volvemos la mirada a aquel 8 de diciembre de 1854, cuando el Papa Pío IX promulgó dicho documento y donde estableció que la Virgen María gozó desde el instante de su concepción, de la plenitud del amor de Dios sin ninguna sombra ni mancha.

La Virgen María ha preparado un banquete de pureza para cada uno de sus hijos, y lo ha decorado con los detalles que completan su mirada: con bondad, con entereza, con delicadeza, con piedad y con pulcritud. Y lo ha preparado para que nosotros, hijos quebradizos de su amada presencia, concebidos con la mancha del pecado original, acojamos la gracia bautismal que nos hace hijos de Dios, hermanos en un mismo Padre y miembros de una sola familia, que es la Iglesia.

Esta invitación de la Virgen María a ser santos en el amor, para reflejar la armonía de su rostro de Madre, guarda un anhelo vivo de su deseo: desatar los lazos de nuestra comodidad, de nuestra arrogancia y de nuestro orgullo para atrevernos a vivir contracorriente, para unir nuestras manos con las suyas allí donde apenas quede corazón y para abrirnos a la gracia sanadora que nos redime con extrema delicadeza y dulzura.

Este Dogma de la Concepción Inmaculada de la Virgen María que hoy celebramos, hasta hacerse presencia diaria, discreta y oculta en nuestras vidas, me recuerda –de una manera especial– a su esposo san José. Y lo hace en estos momentos en que celebramos la clausura del año santo dedicado al santo custodio de la Sagrada Familia.

Hace justamente un año, en plena pandemia, cuando más necesitábamos de ternura y amparo, el Papa Francisco declaraba el Año de San José. Y lo hacía mediante la carta apostólica Patris Corde (Con corazón de Padre), en conmemoración del 150º aniversario de la declaración de San José como patrono de la Iglesia universal.

Decía san Juan Crisóstomo que san José «entró en el servicio de toda la economía de la encarnación». Haciendo de su vida un servicio, una entrega a golpe de silencio, de acogida, de trabajo, de espera y, sobre todo, de fe. Una fe sostenida por el amor; ese amor que es capaz de desanudar lo que tantas veces no entendemos, que convirtió en confianza lo que quizá nadie más podía entender y que –como escribe el Papa Francisco sobre el padre adoptivo de Jesús– nos deja en su mirada a un padre «obediente, valiente y sacrificado en la sombra».

Las manos fuertes y paternas de san José, hombre creyente y confiado a los designios de Dios, nos marcan hoy el camino. Para cuando nos cueste entender, para cuando sintamos que nuestras fuerzas no alcanzan los designios que el Padre ha preparado para nosotros.

El día 8 de este mes de diciembre celebraremos la Inmaculada Concepción de María y la clausura del Año Santo de san José. Os animo a encomendaros a ellos y a posar cada segundo de vuestro cansancio en el surco que nace de su plenitud. Que ellos, desde la preciosa Mesa de Amor a la que nos invitan, nos ayuden a vivir en fidelidad y pureza, para que toda nuestra vida sea un reflejo de su inconmensurable belleza.

Con gran afecto os bendigo y os deseo un feliz domingo de Adviento de la mano de la Inmaculada Virgen María y de san José.

Adviento: tiempo de espera y de esperanza

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

 

¿Qué es el Adviento, si no ese tiempo de espera y de esperanza que nos impulsa a sembrar la semilla de Dios en el surco de nuestra vida?

Hoy, con el primer Domingo de Adviento, destejemos nuestros corazones del barro de la rutina para preparar la llegada de la Navidad: para la gran conmemoración de la primera venida del Hijo de Dios entre nosotros.

El Adviento, por tanto, es un camino de esperanza hacia una plenitud colmada de belleza. Una esperanza revestida de la alegría que fruto del encuentro y que reclama conversión. Es el silencio habitado de una noche en vela que nos invita, por medio del Bautista, a «preparar los caminos del Señor» (Mc 1,3) y a levantar los ojos para contemplar la promesa que el Señor hace a su Iglesia de estar con nosotros «todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,16-20).

Dios es amor, y el mandamiento nuevo del amor (Jn 15,12) encierra el sentido primero y último de toda nuestra vida. Y desde ahí hemos de vivir en esta preparación de la venida del Emmanuel que comenzamos a meditar hoy, mientras disponemos nuestro corazón para hacer presente –en nuestra propia carne– la promesa perpetua de la presencia de Dios.

La esperanza es signo de nuestra fe, es la felicidad que no termina, porque la Palabra de Dios se hace esperanza cuando fijamos nuestros ojos en Él: en sus rasgos, en sus palabras y en sus modos. Y aferrados a ese Dios encarnado que se hace presente un pueblo que espera y, a la vez, que camina, disponemos nuestro corazón para ese abrazo de Dios donde la vida no se acaba y se renueva cada día. Para siempre… ¡qué expresión tan sublime cuando, a la sombra de ese encuentro, es Dios quien nos espera!

La Iglesia, a partir de hoy, se pone en estado de vela y de vigilia. Para ello, hemos de mantener la lámpara encendida de la fe y del amor. Y, desde ahí, comenzar a escribir un «diario interior», como decía el Papa emérito Benedicto XVI, para que la certeza de su presencia «nos ayude a ver el mundo de otra manera» y, al mismo tiempo, «nos aliente a considerar nuestra existencia como visita», de manera que Él pueda venir y estar cerca de nosotros, en cualquier momento y situación vital.

El Adviento, este tiempo litúrgico que hoy comenzamos, nos invita a detenernos, en silencio, para redescubrir el fundamento último de nuestra alegría y para captar la presencia del Niño que nace para cambiar el mundo.

Y hemos de hacerlo velando en cada una de las huellas que el Padre ha pisado antes y abriéndole paso al Espíritu Santo para que vaya alumbrando el camino a seguir.

En este deseo confiado de rezar, contemplar y amar a manos llenas, nos aferramos a la Virgen María. Ella, Madre de la esperanza y del consuelo, acoge nuestra vida peregrina y nos impulsa a desbordar esta alegría encarnada y comprometida con los más vulnerables y descartados de la sociedad. Ellos, que son el rostro vivo de Dios, afianzan el sentir de lo que creemos y esperamos.

Dios, nunca ajeno al sufrimiento y siempre de la mano de los excluidos de la historia, es nuestra esperanza, nuestro consuelo y nuestra alegría. Seamos, pues, a partir de hoy y para siempre, un signo de este amor desbordado para aquellos que el Padre pone en el sendero de nuestra vida. Y si en esta espera de Adviento nos asola la duda o el desánimo, debemos hacer memoria –a la luz del salmo 26– de que si el Señor es nuestra luz, nuestra salvación y la defensa de la vida, a nada hemos de temer porque Él se ha quedado para siempre con nosotros.

Con gran afecto os deseo un feliz comienzo de este tiempo de Adviento.

Fiesta de Jesucristo Rey del Universo

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

 

Celebramos hoy el último domingo del año litúrgico. El próximo domingo comenzamos el tiempo de Adviento que nos prepara a la celebración de la Navidad. Y en este último domingo la Iglesia conmemora a Jesucristo como rey de todo lo creado.

Esta celebración tan especial para la Iglesia, instaurada por el Papa Pío XI el 11 de diciembre de 1925, pone el punto y final a un Año Litúrgico en el que hemos meditado sobre el misterio de la vida, la predicación y la presencia escondida pero operante del Reino de Dios. Detalle que conmemoramos hoy para expresar, bajo el manto de un Reino eterno y universal, el sentido de la consumación del plan de Dios.

Jesucristo, el Rey de justicia, de amor, de misericordia, de esperanza y de paz, es la meta de nuestra peregrinación terrenal. Enraizados a esta promesa de eternidad, evocamos la santa humanidad de Nuestro Señor y dejamos que todo el peso del amor –hecho carne en la ternura inmarcesible del Esposo– caiga sobre nuestras vidas.

Un rey, sí, pero con un corazón amoroso como el nuestro; que sufre ante el dolor, que habita en la intemperie, que ama en el designio más humano. Un rey que padece hambre y sed, que es forastero y que busca morada (Mt 25, 31-46). Un rey contrapuesto al poder mundano que no se impone dominando, sino que mendiga, incluso, un poco amor mientras muestra –en el silencio de su espera– su herida en el costado y sus manos llagadas.

Hoy contemplamos la belleza de su rostro, en una mirada que reina deslumbrante a la diestra del Padre. Aquel Niño indefenso y frágil que nació en Belén, en la humildad y en la penuria de un pesebre (Lc 2,7), es el Señor del mundo. Aquella primera venida era el anticipo de la gloria que celebramos hoy –litúrgicamente– con su segunda venida, y que se hará realidad al final de la historia.

Y ponemos la mirada en el anuncio del Reino, en ese instante sagrado en el que Jesús –ante Pilatos– anticipa las huellas de la preciosa historia que nosotros recorremos hoy. «Mi Reino no es de este mundo», confiesa el Señor, ante la pregunta de si, en verdad, Él era el Rey de los judíos. «Si mi Reino fuese de este mundo, mi gente habría combatido para que no fuese entregado a los judíos; pero mi Reino no es de aquí» (Jn 18, 36).

De esta manera, con su fidelidad, Jesús considera que su vida no es superior a la misión que recibe de su Padre. Al contrario. Él es simplemente Rey porque su realeza, que se resume en una vida de entrega, honradez y servicio, consiste en ser presencia y testimonio del Padre.

El Verbo de Dios, el Cordero inmaculado, se encarna para revelarnos el camino hacia el Reino de los Cielos. Hasta que vayamos a Su encuentro, cuando entremos en él por la puerta estrecha de la «hermana muerte» (San Francisco de Asís).

Queridos hermanos y hermanas: la solemnidad de Jesucristo Rey del Universo «amplía nuestra mirada hacia la plena realización del Reino de Dios, cuando Dios será todo en todos (cf. 1 Cor. 15,28)», recordaba el Papa emérito Benedicto XVI el 25 de noviembre de 2012, al término de la concelebración eucarística con seis nuevos cardenales creados durante el Consistorio. Y, ciertamente, cabe destacar que este Reino de Cristo fue confiado a la Iglesia, «que es semilla y principio», y que «tiene la tarea de anunciarlo y proclamarlo entre las personas, con el poder del Espíritu Santo».

En este día tenemos también presente, de una manera muy especial, a la Santísima Virgen María. Ella, como Reina del Cielo y de la Tierra, nos ayuda a prolongar la obra salvífica de Dios y nos enseña a amar –como Ella lo hace– al único Rey que no vino a ser servido sino a servir.

Nunca olvidemos que «el Reino se manifiesta en la misma persona de Cristo» (Lumen Gentium, 1, n. 5). Solo así, la Iglesia peregrina y la Iglesia celestial se unirán, para siempre, de manera definitiva en el Reino del Padre.

Con gran afecto os deseo un feliz día de Jesucristo Rey del Universo.

Jornada Mundial de los Pobres

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

 

A los pobres los tienen siempre con vosotros (Mc 14,7). Esta afirmación de Jesús, anticipo y promesa de una resurrección que se hace vida y presencia en el rostro cansado de esta frágil Tierra, nos recuerda que hoy –desde el corazón del Papa Francisco hasta el último de los hijos de Dios– celebramos la V Jornada Mundial de los Pobres.

El rostro de Dios que Él revela «es el de un Padre para los pobres y cercano a los pobres», recuerda el Papa en su mensaje para esta jornada. Toda la obra de Jesús afirma que «la pobreza no es fruto de la fatalidad», sino que es «un signo concreto de su presencia entre nosotros».

Ciertamente, solo es necesario pasear por las aceras de la historia para descubrir al mismo Cristo en los ojos de los pobres y en las manos consoladoras que los sostienen. Ellos, los preferidos del Padre y los primeros en ser llamados a compartir la bienaventuranza del Señor y su Reino (cf. Mt 5,3), nos enseñan a caminar por el corazón de Dios, a curar sus llagas, a sanar el matiz de sus cicatrices y a aliviar su cansancio.

¿Cuántas veces pasamos al lado de un pobre y no nos dignamos a mirarle a los ojos? ¿Cuántas calles con personas necesitadas recorremos, a lo largo de nuestra vida, y no nos paramos siquiera a pensar –desde el corazón– qué les ha llevado hasta esta situación? ¿Qué más necesitamos para aprender que, en la persona de los pobres, hay una presencia de Dios?

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