De la mano de la Inmaculada Concepción de María
Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)
Queridos hermanos y hermanas:
Esta semana celebramos la fiesta de la Inmaculada Concepción de María: dogma de fe –proclamado por el Papa Pío IX el 8 de diciembre de 1854, en su bula Ineffabilis Deus– que expresa que por una gracia especial de Dios, Ella fue preservada de todo pecado desde su concepción.
La «llena de gracia» (Lc 1, 28) desde que comienza la vida humana, ve revestido su rostro sin mácula, sin pecado que mancille su mirada bienaventurada. Por eso la Madre del Salvador nace límpida, enfundada de una gracia singular, «dotada por Dios con dones a la medida de una misión tan importante» (n. 490, Catecismo de la Iglesia Católica) por el privilegio que Dios decide conceder a la Virgen María.
La Madre de Aquel en quien «reside toda la plenitud de la divinidad corporalmente» (Col 2, 9) está libre del pecado porque, en palabras del Papa emérito Benedicto XVI, es «toda de Dios», está «totalmente expropiada para Él» (Ángelus, 8 de diciembre de 2012). En María, sostiene el Pontífice, «está plenamente viva y operante esa relación con Dios que el pecado rompe»; en Ella «no existe oposición alguna entre Dios y su ser: existe plena comunión, pleno acuerdo».
Ese «sí» recíproco, de Dios a Ella y de Ella a Dios, nos recuerda que solo el amor inmaculado puede colmar todos los vacíos de un mundo que, cada vez, vive más necesitado de pureza, de gracia y de palabras de vida –y vida en abundancia– que enjuguen las lágrimas de los días más sombríos. Dios siempre es «mayor que nuestro corazón» (1 Jn 3, 20) y su alianza no conoce el fracaso, porque el Fruto bendito de María es la respuesta que, en tantas madrugadas de desierto y sequedad, nuestro espíritu anhela.
La Madre fiel quedó preservada de toda carencia de gracia desde el momento en que fue concebida en el vientre de santa Ana, su madre. Ella, la «absolutamente pura», como la describía san Agustín, recibe por adelantado los méritos salvíficos de Cristo, pues en su seno inundado de gracia el Verbo se haría carne para habitar entre nosotros (cf. Jn 1, 14). De esta manera, Dios quiso disponer, desde la maternidad divina de María, de un hogar puro y sin una sola mota de abandono donde su Hijo se encarnase.
Un gesto que nos llama a todos, de una manera especial, a la fidelidad, a la alegría y a la confianza. María fue fiel desde el principio, cuando le preguntó al ángel en la Anunciación cómo sucedería aquello (cf. Lc 1, 26-38) para decir que sí con su vida, con su fe, con su respuesta. San Jerónimo llega a decir que «con razón se envía un ángel a la Virgen, porque la virginidad es afín de los ángeles; y, ciertamente, vivir en carne fuera de la carne, no es una vida terrestre, sino celestial». Vivió continuamente esperanzada a pesar de los momentos de dolor, porque en su corazón no habitaba sombra alguna de pecado. Y confió, inundada con la lluvia del Espíritu Santo, porque había hallado gracia delante de Dios (cf. Lc 1, 26-38).
Si anunciamos la victoria de la gracia sobre el pecado y, por tanto, de la vida sobre la muerte, ¿cómo no vamos a permanecer alegres en el Señor? Solo siendo fieles hasta el extremo por amor, respondiendo con una confianza desmedida que experimenta el alma colmada de gracia y contemplando el eterno fiat de María seremos capaces de vivir, aunque sea de puntillas, en su corazón inmaculado.
Ella conservaba todas las cosas en su corazón (cf. Lc 2, 19) para enseñarnos a escuchar la voz de Dios en el silencio.
Que la Purísima Virgen María, quien se hace llamar «sierva» aun siendo escogida como la Madre del Salvador y del nuevo pueblo que Jesucristo ha moldeado con su propia sangre, nos enseñe el camino de la gracia que trae la verdadera alegría: esa que, aunque lloremos y nos lamentemos por la fragilidad de nuestras manos, nada ni nadie nos podrá quitar jamás (cf. Jn 16, 20-23).
Con gran afecto, os deseo un feliz domingo de Adviento.