Jornada Mundial de los Pobres

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Un año más, la Conferencia Episcopal Española y Cáritas aúnan sus fuerzas para celebrar la VI Jornada Mundial de los Pobres. Con el lema Jesucristo se hizo pobre por vosotros (cf. 2 Co 8, 9), esta fecha se presenta –en palabras del Papa Francisco– «como una sana provocación para ayudarnos a reflexionar sobre nuestro estilo de vida y sobre tantas pobrezas del momento presente». De esta manera, el Santo Padre pone en el centro de nuestra vida la predilección de Jesús por los más pobres, necesitados y vulnerables: punto de partida y eje central que da sentido a cada paso de nuestra misión. 

En un momento como el que vivimos, empapado por las guerras ideológicas, espirituales y de poder, bañado por tanta injusticia, por tanto rostro sin consolar, por tanta herida sin curar y por una pobreza que, cada vez, grita con más fuerza y con menos voz, la Comisión Episcopal para la Pastoral Social y Promoción Humana recuerda cómo el dolor y el sufrimiento humano «persisten» y «ensombrecen» el sentido de nuestra vida. Por eso, tal y como inciden desde esta Comisión, el Papa convoca esta Jornada en torno a la celebración de la Eucaristía «para hacernos fuertes y animar a la conversión del corazón en comunidad, sentados a la misma mesa y realizando el mismo gesto que Jesús hizo: hacernos pobres, hacernos pan y hacernos vino para entregar la vida por amor a los demás». 

Jesucristo, siendo rico, se hizo pobre por nosotros con la única intención de enriquecernos con su pobreza. Siguiendo la estela de san Pablo, no podemos olvidarnos de los pobres pues, cada vez que lo hagamos, estaremos dándole la espalda a Dios. «La solidaridad», revela el Santo Padre en su mensaje para esta Jornada, «es compartir lo poco que tenemos con quienes no tienen nada, para que ninguno sufra». Así, cuanto más grande es el sentido de comunidad y de comunión como estilo de vida, «mayormente se desarrolla la solidaridad». 

¿De qué nos valdría en realidad tener posesiones, reconocimientos, títulos, fortunas y poderes si, a la hora de mirar con los ojos del corazón, estamos vacíos por dentro? Si el vivir se lleva a cabo para uno mismo, cualquier sentir carece de sentido. Solo una vida vivida para los demás adquiere el sentido que cualquier alma necesita.

Con el corazón afianzado en una esperanza que se renueva cada vez que miramos al hermano sufriente y vemos a Cristo, no podemos dejarnos vencer por la nostalgia de tiempos pasados, por aquello que una vez fuimos o por lo que pudo ser, y debemos confiar en que jornadas como las que hoy celebramos son un estímulo para convertirnos en una Iglesia viva basada en ese «amor recíproco» que, como escribe el Papa, «nos hace llevar las cargas los unos de los otros para que nadie quede abandonado o excluido». Ciertamente, «la experiencia de debilidad y limitación que hemos vivido en los últimos años, y ahora la tragedia de una guerra con repercusiones globales, nos debe enseñar algo decisivo: no estamos en el mundo para sobrevivir, sino para que a todos se les permita tener una vida digna y feliz». No se trata de tener un comportamiento «asistencialista» hacia los pobres, sino de «hacer un esfuerzo para que a nadie le falte lo necesario». Pero sin olvidar, insiste, que «no es el activismo lo que salva», sino «la atención sincera y generosa que permite acercarse a un pobre como a un hermano».

Decía la Madre Teresa de Calcuta que «el amor no puede permanecer en sí mismo», porque no tendría sentido; ha de ponerse en acción y, solo así, «esa actividad nos llevará al servicio». Muchas veces, insistía la fundadora de las Misioneras de la Caridad, «basta una palabra, una mirada o un gesto para llenar el corazón del que amamos». En todos, en ricos y pobres, en sanos y enfermos, en santos y pecadores, en cada uno de los hijos e hijas de Dios. 

Le pedimos a la Virgen María, Madre de los Pobres, que nos ayude a hacer, de nuestras vidas, una Eucaristía que se reparte en la mesa de cada día, sin descanso y con alegría, hasta el final.

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

¡Gracias, Iglesia, por tanto!

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, cuando celebramos el Día de la Iglesia Diocesana, solo puedo expresar –a viva voz y con toda el alma– el latido más profundo que mi corazón siente: Gracias por tanto.

Decía Santa Teresa de Calcuta que «las palabras amables pueden ser cortas y fáciles de decir, pero sus ecos son realmente infinitos». Y es ahí, en el eco de una amable y sincera acción de gracias, atravesando el puente que separa la petición de la gratitud, donde deseo poner hoy mi vida, mi ministerio, mi palabra de pastor.

Desde siempre, al día que hoy conmemoramos le han acompañado cuatro pilares fundamentales: oración, tiempo, cualidades y corresponsabilidad económica. Contrafuertes de una Iglesia que, como ha subrayado el Papa Francisco en varias ocasiones, «no es una fortaleza cerrada», sino «un hospital de campaña» capaz de agrandarse para acoger a todos.

En la oración reconocemos que Dios habla en el silencio; un silencio que posibilita la escucha, que da sentido y plenitud. Necesitamos la oración, ese «encuentro de la sed de Dios y de la sed del hombre», como decía san Agustín, para alimentar la respiración de nuestra vida espiritual. Solo desde ese «tratar de amistad», a la luz de santa Teresa de Ávila, tienen sentido nuestras acciones: estando muchas veces «tratando a solas con quien sabemos que nos ama».

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Crecer en el amor es caminar en santidad

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

El Señor nos eligió a cada uno de nosotros y escribió en su corazón nuestros nombres «para que fuéramos santos e irreprochables ante Él por el amor» (Ef 1, 4). Una llamada al amor, es decir, a la santidad que va ligada, por añadidura, a la alegría y la entrega en la vida ordinaria, para que seamos testigos valientes del Evangelio allá donde la llama de la fe se encuentre insegura, sofocada o en ruinas.

La alegría del cristiano «no es la emoción de un momento o simple optimismo humano», sino «la certeza de poder afrontar cada situación bajo la mirada amorosa de Dios, con la valentía y la fuerza que proceden de Él». Con estas palabras, pronunciadas hace justamente un año por el Papa Francisco, conmemoramos la preciosa fecha que celebramos este martes: la festividad de Todos los Santos.

Este día ponemos sobre el altar, junto al Cuerpo y la Sangre del Señor, a los santos conocidos que ya interceden desde los jardines del Cielo y a los santos anónimos que, de manera silenciosa y entregada sembraron y siembran la plenitud del Evangelio en los terrenos más variados de la vida cotidiana.

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Domund: Seréis mis testigos

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

«El Espíritu Santo vendrá sobre vosotros y recibiréis su fuerza, para que seáis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8). Del corazón de estas palabras, fruto del último diálogo de Jesús Resucitado con sus discípulos antes de ascender al Cielo, nace el lema de la Jornada Mundial de las Misiones 2022: Seréis mis testigos.

Hoy, cuando celebramos el Domund, conmemoramos la manera tan testimonial en que la Iglesia universal reza por los misioneros y colabora con las misiones. Y aunque cada año es especial, en esta ocasión celebramos 200 años al servicio de la misión.

200 años siguiendo la estela de los apóstoles, hombres colmados de fragilidades que, como manifiesta el director de OMP en España, José María Calderón, «se extendieron por todo el mundo», sin miedos, sin complejos, sin protestas ni condiciones «para llevar aquello que habían descubierto en el Corazón de Cristo, que les había cambiado la vida». Una llamada del Padre y, a la vez, una invitación hacia nuestro despertar más humano, a ser como esos testigos de Dios en cada uno de los rincones de la tierra; sembrando dignidad donde escasee la justicia y desplegando –a cuerpo entero– el corazón de Jesús de Nazaret en esos horizontes donde nunca fue anunciada la Palabra.

200 años testimoniando el Amor Crucificado y Resucitado, sosteniendo el dolor, el desaliento, la soledad y, también, la alegría de millones de personas que encuentran en estos testigos la esperanza de sus vidas rotas. Sin duda alguna, el testimonio de vida evangélica de los cristianos es primordial para la transmisión de la fe, pues –como expresa Pablo VI en Evangelii nuntiandi– «será, sobre todo, mediante su conducta, mediante su vida, cómo la Iglesia evangelizará al mundo»; es decir, «mediante un testimonio vivido de fidelidad a Jesucristo, de pobreza y desapego de los bienes materiales, de libertad frente a los poderes del mundo, en una palabra, de santidad».

200 años dejando entreabierta, con sumo cuidado y delicadeza, la puerta de la fe (cf. Hch 14, 27), el sendero que introduce en la vida de comunión con  Dios  y  permite  la  entrada  en  la  Iglesia.

«La identidad de la Iglesia es evangelizar», recuerda el Papa Francisco en su mensaje para esta jornada. Una misión que ha de llevarse a cabo «en comunión con la comunidad eclesial y no por propia iniciativa». No es casual, asegura, «que el Señor Jesús haya enviado a sus discípulos en misión de dos en dos». En este sentido, el testimonio que los cristianos dan de Cristo «tiene un carácter sobre todo comunitario» y, por eso, la presencia de una comunidad, incluso pequeña, para llevar adelante la misión «tiene una importancia esencial».

Hoy, cada cristiano está llamado a ser misionero y testigo de Cristo: de su vida, pasión, muerte y resurrección, por amor al Padre y a la humanidad. Como exhorta el Papa, sigue siendo necesario y fundamental «retomar la valentía, la franqueza, esa parresía de los primeros cristianos, para testimoniar a Cristo con palabras y obras, en cada ámbito de la vida».

Imitemos a nuestros hermanos misioneros como Iglesia enviada que a nada teme porque, con Dios, nada le falta; salgamos «hasta los confines de la tierra» (como invita el lema) a anunciar a Cristo por todas partes (cf. Hch 8, 14), recorramos las periferias de la historia, vayamos a donde nadie quiere ir y quedémonos a la espera de esa palabra, de ese gesto o de ese abrazo que Jesús usará a través de un hermano para darle un sentido nuevo a la vida.

El Espíritu Santo fortaleció a los apóstoles para que rompiesen con sus miedos y debilidades, y fuesen eternamente testigos de la resurrección (cf. Hch 1, 22). El Espíritu, recalca el Papa, es el verdadero protagonista de la misión, «es Él quien da la palabra justa, en el momento preciso y en el modo apropiado».

Hoy, en este día tan especial, le pedimos a la Virgen María que nos ayude a ser esa Iglesia misionera que, cada día, anhela el corazón de Dios. Que Ella, la Reina de las misiones, la estrella de la evangelización y la bienaventurada que se hace eco del amor inagotable del Padre, proteja a los misioneros bajo su mirada y nos ayude a todos, sin distinción, a dar testimonio del Reino de Dios con palabras y obras. Seamos testigos, hoy y siempre, por amor.

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga

Mirar con el corazón de María

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

«Con el Rosario se puede alcanzar todo. Según una graciosa comparación, es una larga cadena que une el Cielo y la tierra, uno de cuyos extremos está en nuestras manos y el otro en las de la Virgen María. Mientras el Rosario sea rezado, Dios no puede abandonar al mundo, pues esta oración es muy poderosa sobre su corazón». Con estas palabras de santa Teresa de Lisieux, recordamos la importancia de esta venerada oración en el mes del Santo Rosario.

Octubre está dedicado al Santo Rosario, y la Iglesia enmarca esta admirable devoción mariana (iniciada y difundida por santo Domingo de Guzmán), tan querida por los santos a lo largo de la historia, en el corazón de todo este mes. De esta manera, estamos unidos como Pueblo de Dios que camina, con paso reflexivo, por cada uno de los misterios de la vida de Jesús, «vistos a través del Corazón de Aquella que estuvo más cerca de Él» (san Pablo VI).

Los brazos de María son el regazo materno de paz que, como una mística corona, desea abrazar nuestra debilidad. Así, por medio del Rosario, mientras vamos contemplando la vida de Jesús a través de los ojos de su Madre, aprendemos un modo de vivir humilde, generoso, entregado, paciente, contemplativo y bueno.

Santo Domingo de Guzmán, el burgalés fundador de la Orden de Predicadores, venció todas las dificultades gracias al rezo del Rosario que propagó por la cristiandad esta devoción, extendida por todo el orbe católico. La Orden creció y el Santo Rosario se mantuvo vivo como la oración predilecta durante casi dos siglos. El dominico, tras todo lo vivido y en acción de gracias, llegó a expresar a viva voz: «Estás viendo el fruto que he conseguido con la predicación del Santo Rosario; haz lo mismo, tú y todos los que aman a María, para de ese modo atraer todos los pueblos al pleno conocimiento de las virtudes».

Nuestra pequeñez, al desgranar cada uno de los misterios gozosos, luminosos, dolorosos y gloriosos a través de las manos de María y de Jesús, se hace grande por amor. Según la carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, de san Juan Pablo II, la indicación de meditar estos veinte misterios divididos en diferentes días, «no pretende limitar una conveniente libertad en la meditación personal y comunitaria, según las exigencias espirituales y pastorales y, sobre todo, las coincidencias litúrgicas que pueden sugerir oportunas adaptaciones» (n. 38).

Desde que María dio a luz en Belén a Jesús y «le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre» (Lc 2, 1-14), la contemplación de Cristo tiene en María su modelo insuperable. «El rostro del Hijo le pertenece de un modo especial», recuerda el Papa santo en dicha carta apostólica, pues «ha sido en su vientre donde se ha formado, tomando también de Ella una semejanza humana que evoca una intimidad espiritual ciertamente más grande aún».

Contemplemos a Cristo con María. Recorriendo de su mano de Madre los misterios del corazón de su Hijo, seremos capaces –mientras meditamos el Rosario– de admirar, con nuestros propios ojos, el rostro del Señor. El rezo del Rosario no es una devoción pasada. Trabajadores, estudiantes, profesionales, niños y personas mayores, deportistas o personas enfermas, lo rezan diariamente. Se puede rezar mientras se va al trabajo, durante un paseo, en el coche, en un santuario mariano… y siempre deja en el corazón la huella de Cristo impresa con la suavidad de María.

Este mes del Santo Rosario nos invita a abrazar, mediante el dolor salvífico de Cristo y la gloria del Resucitado, el consuelo que anhelan nuestras vidas y la humanidad sufriente. Hoy me quedo con la mirada inmensamente generosa de la Madre Teresa de Calcuta quien, en medio del servicio a las almas que cuidó por puro y traspasado amor, dejó escrito en su sonrisa este mensaje de salvación: «Aférrate al Rosario como las hojas de la hiedra se aferran al árbol; porque sin nuestra Señora no podemos permanecer».

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

Parroquia Sagrada Familia