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La Concepción Inmaculada de María

07/12/2025

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

Queridos hermanos y hermanas:

En la solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, la Iglesia entera vuelve su mirada hacia ese instante primero, silencioso y eterno, en el que Dios –desde su infinito y paternal designio– preservó a María de toda mancha de pecado.

Hoy, la «llena de gracia» (Lc 1, 28), gratitud y pureza, vuelve a llenarse de Dios hasta el fondo de su propio ser. Su seno inmaculado, preparado por el Creador para acoger la Vida, nos recuerda a un Dios que entra por las grietas del mundo con un amor «desarmado y desarmante», tal y como expresó el papa Francisco en su audiencia general del 28 de diciembre de 2022. «Cuando vemos esta sencillez del Señor, también nosotros nos despojamos de las armas de la soberbia y vamos allí, humildemente, a pedir la salvación, a pedir perdón, a pedir luz para nuestra vida, para poder seguir adelante», insistía el Papa, mientras alentaba a no olvidar el verdadero sentido de la fe: «El pesebre y la cruz, este es el trono de Jesús».

La Iglesia, a lo largo de los siglos, ha contemplado este misterio de la Inmaculada Concepción de María con un asombro reverente. También Benedicto XVI señalaba, una y otra vez, que la Virgen María es el signo luminoso de que Dios no se rinde ante el mal, pues en una mujer humilde de Nazaret comienza la nueva creación. «Cada vez que experimentamos nuestra fragilidad y la sugestión del mal, podemos dirigirnos a ella, y nuestro corazón recibe luz y consuelo», afirmó en 2019, durante el Ángelus celebrado en la festividad que conmemoramos hoy.

Dios se adentra en la historia confiado al amor de una madre. Y es justamente aquí donde deseo que repose el sentido de esta carta: en el seno de las madres, en ese santuario primero donde Dios continúa revelando misteriosamente su rostro. Porque si María fue concebida sin pecado para ofrecer un lugar sagrado y resplandeciente al Hijo eterno, cada madre participa, a su modo, de esa vocación: siendo el lugar donde la vida es acogida, custodiada y sostenida por un amor incondicional.

El seno de una madre es el primer tabernáculo de la humanidad. En el seno de María, Jesús aprendió a latir al ritmo del corazón humano; se dejó mecer, alimentar y proteger. Así, en cada madre que hoy concibe, la historia se repite con una delicadeza que nos sobrecoge, porque en ese mismo instante sagrado de plenitud, el Creador decide depender de una sola criatura. De esta manera, cada madre se convierte en el primer templo donde toda vida, recibe su indeleble dignidad.

Jesús mismo, el «Santo de Dios» (Mc 1, 24), comenzó su misión acogido y envuelto en la luz de su Madre. Por eso, la vida en el seno materno no es solamente una realidad biológica: es una teofanía, una revelación, un susurro de Dios que nos desvela que sigue haciendo nuevas todas las cosas (cf. Ap 21, 5).

Nazaret, Caná, Galilea, el Calvario… El Evangelio nos muestra, una y otra vez, que el Señor nunca caminó solo y necesitó de la cercanía de su madre, aquella que meditaba y guardaba todo en su corazón (cf. Lc 2, 19), para entender lo que Dios Padre quería para su Hijo. Ella nos enseña que ser madre es un acto de profunda humanidad y divinidad: es posibilitar que la vida humana sea concebida, amparar el misterio de Dios, sostener sin poseer, acompañar sin retener, permanecer junto a la cruz cuando todos se van (cf. Jn 19, 25).

Las madres llevan en su ser un reflejo de María. Ellas sostienen la vida que Dios les confía. Y sólo quienes son capaces de entregarse con generosidad comprenden que Dios quiso necesitar a una mujer para tomar la condición humana, y quiso que la humanidad naciera al calor de un amor materno. Le pedimos a María Inmaculada que nos enseñe a bendecir a todas las madres, ese recinto sagrado donde Dios sigue obrando maravillas: primer altar, primer hogar, primer susurro de eternidad.

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.