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Evangelio del domingo, 26 de octubre de 2025

26/10/2025

Hoy, Jesús quiere enseñarnos cuál es la actitud correcta para rezar e invocar la misericordia del Padre; cómo se debe rezar; la actitud correcta para orar.

El Papa Francisco reflexiona sobre la parábola del fariseo y el publicano, dos hombres que suben al templo para rezar, pero con actitudes opuestas. El fariseo, de pie y seguro de sí, hace una oración llena de palabras y aparente gratitud, pero en realidad se dirige a sí mismo. Su oración no nace del amor ni de la humildad, sino de la soberbia y la autocomplacencia. Al mirarse al espejo en lugar de mirar a Dios, termina adorando su propio ego.

Este fariseo se siente dueño del templo y orgulloso de su cumplimiento de la ley: ayuna, paga el diezmo y vive irreprochablemente según las normas. Sin embargo, al despreciar a los demás —especialmente al publicano que está junto a él— demuestra que ha perdido el corazón de la fe. Su religiosidad es formal y vacía, pues carece del amor al prójimo que constituye el mandamiento más importante. Así, el Papa denuncia una espiritualidad sin compasión, centrada en el yo y no en Dios.

El Papa Francisco advierte que no basta con rezar mucho; lo esencial es cómo se reza. La oración verdadera no puede ser arrogante ni hipócrita, sino que debe brotar de un corazón sincero. Por eso invita a los fieles a examinar su interior y a cultivar el silencio, la introspección y la humildad. En medio del ruido cotidiano, es necesario reencontrar el camino hacia el corazón, porque sólo allí Dios nos espera y nos habla. El fariseo, aunque fue al templo, no supo entrar en su propio corazón.

En contraste, el publicano ora con humildad y sencillez. No se atreve a alzar la vista al cielo y sólo pronuncia una breve súplica: «¡Oh Dios, ten compasión de mí, que soy pecador!». Su oración, aunque pequeña, es inmensa en autenticidad. Reconoce su miseria y pide misericordia. No presume méritos ni finge santidad: se presenta ante Dios con las manos vacías y el alma desnuda. En su pobreza espiritual, el publicano encuentra el lugar perfecto para el perdón divino.

El Papa subraya que no se es justo o pecador por estatus social, sino por la relación que se tiene con Dios y con los demás. El publicano, despreciado por su oficio, se convierte en imagen del verdadero creyente porque se reconoce necesitado de gracia. Frente al fariseo que “ya lo tiene todo”, él mendiga el amor de Dios. Esa actitud, dice Francisco, abre el corazón del Señor, pues a Dios le conmueve la humildad de quien se sabe pequeño.

Jesús concluye la parábola con una sentencia clara: el publicano vuelve a casa justificado, mientras que el fariseo no. Para el Papa, el fariseo representa al corrupto espiritual, aquel que aparenta rezar pero sólo busca su propia gloria. La soberbia, afirma, corrompe incluso las buenas obras y convierte la oración en un acto vacío. La humildad, en cambio, es la puerta por la que entra la misericordia de Dios. Ante un corazón humilde, Dios abre el suyo de par en par.

Finalmente, el Papa Francisco invita a los fieles a imitar a la Virgen María, modelo de humildad, quien en el Magníficat reconoció la grandeza de Dios y la pequeñez de su sierva. Francisco concluye exhortando a todos a rezar con sinceridad, reconociendo la propia fragilidad, y propone repetir tres veces la sencilla y poderosa oración del publicano: «Oh Dios, ten piedad de mí, que soy un pecador». Esa es, dice, la oración que verdaderamente llega al corazón de Dios.

Resumen de la audiencia general del Papa Francisco del 1 de junio de 2016.

Evangelio de San Lucas 18, 9-14

En aquel tiempo, Jesús dijo esta parábola sobre algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás:

"Dos hombres subieron al templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: 'Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos y adúlteros; tampoco soy como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todas mis ganancias'.

El publicano, en cambio, se quedó lejos y no se atrevía a levantar los ojos al cielo. Lo único que hacía era golpearse el pecho, diciendo: 'Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador'.

Pues bien, yo les aseguro que éste bajó a su casa justificado y aquél no; porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido''.