Mensaje en la botella

Una mañana, el abuelo nos invitó a todos a desayunar en su casa. Eso es lo que esperábamos, porque el abuelo hacía churros rellenos, los mejores de la costa, y nos recibía con ese exquisito aroma a café y leche espumosa que preparaba. Él no se sentaba, porque los churros se comen calentitos y los iba haciendo en el momento. Mientras, nos contaba historias. Papá lo escuchaba y mamá leía el diario porque decía que ya se las sabía de memoria. Sin embargo, esa mañana, cuando el abuelo hablaba, dejó de leer y lo escuchó con atención. “Hay días fríos en la playa en que los socorristas tenemos que ir de todas formas, aunque la bandera esté roja, pues siempre hay alguien que se mete en el agua.

Una de esas mañanas, fría y medio lluviosa, estaba por prepararme un café cuando se me acercó un hombre, y comenzamos a hablar. Muchos socorristas hablaban mientras trabajan, eso a mí no me gusta. Se me hacía difícil estar atento a las personas que estaban en el mar. A veces eran pocas, pero al estar distribuidas a lo largo de la playa, exigía mirar hacia un lado y hacia el otro, incluso con los catalejos. Algún que otro compañero me tildaba de exagerado, pero a mí no me parecía así. Esa mañana, sin gente en la playa, era ideal para tomar café y hablar, pero siempre mirando hacia el mar.

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Socorrista

Una tarde, bajo los árboles, el abuelo nos contó por qué eligió ser socorrista: "La casa donde vivía la abuela era increíble. Era muy difícil aburrirse allí a pesar de que no tenía televisor y mucho menos ordenador o tablet, que en esos años no existían ni en la imaginación de la mayoría de las personas. A veces, la abuela tenía que buscarnos alguna actividad porque estábamos cansados de estar todo el día en la escuela, y nos venían a buscar después de la cena. La abuela siempre tenía algo para distraernos. Una tarde, puso sobre la mesa enorme del comedor varias cajas de madera. —¿Qué hay dentro de las cajas? Al que adivine, le doy doble ración de tortitas. Las tortitas eran unas galletitas que hacía la abuela y mantenía en secreto la receta. Mamá le decía que se la diera, pero siempre había una excusa. El día que mamá la consiguió y las hizo, salieron horribles. Bueno, horribles del todo no, pero no eran las de la abuela. Siempre sospechamos que la abuela se había olvidado de decirle algo.

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Documentos

El abuelo comenzó con sus historias. "Cuando era pequeño, vivía en un apartamento muy pequeño con papá, mamá y mis hermanos. Mamá trabajaba en una fábrica y papá era enfermero en un hospital de niños. Los dos trabajaban mucho, y nosotros pasábamos muchas horas en casa de la abuela, un caserón en el barrio más antiguo de la Ciudad de Buenos Aires: en San Telmo. No era de ella, era la casera. Los dueños casi no iban, se habían mudado a otra zona.

Para nosotros, no había lugar mejor que ese barrio. Cada casa estaba impregnada de historia. Donde vivía mi abuela, las habitaciones eran enormes, repletas de muebles tan pesados que hubieran hundido el piso de un apartamento moderno. El caserón había servido de hospital durante la peste que azotó la ciudad cuando todavía era un pueblo, durante 1871. Mi abuela nos explicaba que por la puerta del garaje llegaban los carros llevando a los enfermos, que el enorme comedor había sido vaciado de muebles y habían colocado camas una al lado de la otra. Ese fue el momento en que la mayoría de las familias que vivían en esa zona, de las más ricas de la ciudad, se habían ido hacia Barrio Norte y Recoleta escapando de la enfermedad. Incluso el presidente de ese momento se había alejado de la capital. Así, muchas casas habían quedado vacías luego de haber quemado los muebles, la ropa y todo lo que había dentro. Se desconocía la causa de la enfermedad, pero creían que se contagiaba de persona a persona.

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Acto de Consagración a María

Del Santo Padre Francisco. Acto de consagración a la Virgen de Fátima, al final de la Misa con ocasión de la Jornada mariana.
(Plaza de San Pedro, 13 de octubre de 2013)

Bienaventurada María Virgen de Fátima,
con renovada gratitud por tu presencia maternal
unimos nuestra voz a la de todas las generaciones
que te llaman bienaventurada.

Celebramos en ti las grandes obras de Dios,
que nunca se cansa de inclinarse con misericordia hacia la humanidad,
afligida por el mal y herida por el pecado,
para curarla y salvarla.

Acoge con benevolencia de Madre
el acto de consagración que hoy hacemos con confianza,
ante esta imagen tuya tan querida por nosotros.

Estamos seguros de que cada uno de nosotros es precioso a tus ojos
y que nada de lo que habita en nuestros corazones es ajeno a ti.

Nos dejamos alcanzar por tu dulcísima mirada
y recibimos la consoladora caricia de tu sonrisa.

Custodia nuestra vida entre tus brazos:
bendice y refuerza todo deseo de bien;
reaviva y alimenta la fe;
sostiene e ilumina la esperanza;
suscita y anima la caridad;
guíanos a todos nosotros por el camino de la santidad.

Enséñanos tu mismo amor de predilección
por los pequeños y los pobres,
por los excluidos y los que sufren,
por los pecadores y los extraviados de corazón:
congrega a todos bajo tu protección
y entrégalos a todos a tu dilecto Hijo, el Señor nuestro Jesús.

Amén.

Idea genial

Faltaban pocos días para terminar el primer curso. La mayoría de los niños sabían leer bien, otros lo hacían con dificultad pero Javi, todavía no podía. La Seño estaba muy preocupada, le habían dicho que, para pasar de curso, sus alumnos debían saber leer y escribir. Los niños estaban trabajando en grupo para preparar los banderines para la fiesta de fin de curso mientras ella, sentada en el escritorio, ordenaba los cuadernos. Había pedido a los niños que llevaran a la escuela todos los que habían utilizado para ponerlos juntos, atados con una cinta roja y un gran lazo. Símbolo de lo que habían trabajado. Los colocaba sobre unas mesas que había tapado con una tela verde y sobre cada pila iba a poner una plantita, un cactus de su jardín, plantado en una lata pintada con tizas de pizarra.

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Parroquia Sagrada Familia