29 Mar

De 10:00 h. a 10:30 h. Avda. Reyes Católicos y Avda. del Cid.
De 10:30 h. a 11:00 h. Fco. Martínez Varea, Sda.Familia y Urb. Jerez
De 13:00 h.a 13:30 h. José María de la Puentey Jerez
De 13:30 h. a 14:00 h. Doña Berenguela y Padre Aramburu.
De 14:30 h. a 15:00h. San Francisco y Villarcayo.
De 15:00 h. a 15:30 h. Sedano y Federico Olmeda.
De 15:30 h. a 16:00 h. Avda. Cantabria y Fco. Sarmiento.
De 16:00 h. a 17:00 h. León XIII y voluntarios.

29 Mar

Adoración de la cruz.

30 Mar

Resurrección del Señor

Jesús subió al monte a orar

Hoy, segundo domingo de Cuaresma, la liturgia de la palabra nos trae invariablemente el episodio evangélico de la Transfiguración del Señor. Este año con los matices propios de san Lucas.

El tercer evangelista es quien subraya más intensamente a Jesús orante, el Hijo que está permanentemente unido al Padre a través de la oración personal, a veces íntima, escondida, a veces en presencia de sus discípulos, llena de la alegría del Espíritu Santo.

Fijémonos, pues, que Lucas es el único de los sinópticos que comienza la narración de este relato así: «Jesús (...) subió al monte a orar» (Lc 9,28), y, por tanto, también es el que especifica que la transfiguración del Maestro se produjo «mientras oraba» (Lc 9,29). No es éste un hecho secundario.

La oración es presentada como el contexto idóneo, natural, para la visión de la gloria de Cristo: cuando Pedro, Juan y Santiago se despertaron, «vieron su gloria» (Lc 9,32). Pero no solamente la de Él, sino también la gloria que ya Dios manifestó en la Ley y los Profetas; éstos —dice el evangelista— «aparecían en gloria» (Lc 9,31). Efectivamente, también ellos encuentran el propio esplendor cuando el Hijo habla al Padre en el amor del Espíritu. Así, en el corazón de la Trinidad, la Pascua de Jesús, «su partida, que iba a cumplir en Jerusalén» (Lc 9,31) es el signo que manifiesta el designio de Dios desde siempre, llevado a término en el seno de la historia de Israel, hasta el cumplimiento definitivo, en la plenitud de los tiempos, en la muerte y la resurrección de Jesús, el Hijo encarnado.

Nos viene bien recordar, en esta Cuaresma y siempre, que solamente si dejamos aflorar el Espíritu de piedad en nuestra vida, estableciendo con el Señor una relación familiar, inseparable, podremos gozar de la contemplación de su gloria. Es urgente dejarnos impresionar por la visión del rostro del Transfigurado. A nuestra vivencia cristiana quizá le sobran palabras y le falta estupor, aquel que hizo de Pedro y de sus compañeros testigos auténticos de Cristo viviente.

Era conducido por el Espíritu en el desierto, durante cuarenta días, tentado por el diablo

Hoy, Jesús, «lleno de Espíritu Santo» (Lc 4,1), se adentra en el desierto, lejos de los hombres, para experimentar de forma inmediata y sensible su dependencia absoluta del Padre. Jesús se siente agredido por el hambre y este momento de desfallecimiento es aprovechado por el Maligno, que lo tienta con la intención de destruir el núcleo mismo de la identidad de Jesús como Hijo de Dios: su adhesión sustancial e incondicional al Padre. Con los ojos puestos en Cristo, vencedor del mal, los cristianos hoy nos sentimos estimulados a adentrarnos en el camino de la Cuaresma. Nos empuja a ello el deseo de autenticidad: ser plenamente aquello que somos, discípulos de Jesús y, con Él, hijos de Dios. Por esto queremos profundizar en nuestra adhesión honda a Jesucristo y a su programa de vida que es el Evangelio: «No sólo de pan vive el hombre» (Lc 4,4).

Como Jesús en el desierto, armados con la sabiduría de la Escritura, nos sentimos llamados a proclamar en nuestro mundo consumista que el hombre está diseñado a escala divina y que sólo puede colmar su hambre de felicidad cuando abre de par en par las puertas de su vida a Jesucristo Redentor del hombre. Esto comporta vencer multitud de tentaciones que quieren empequeñecer nuestra vocación humano-divina. Con el ejemplo y con la fuerza de Jesús tentado en el desierto, desenmascaremos las muchas mentiras sobre el hombre que nos son dichas sistemáticamente desde los medios de comunicación social y desde el medio ambiente pagano donde vivimos.

San Benito dedica el capítulo 49 de su Regla a “La observancia cuaresmal” y exhorta a «borrar en estos días santos las negligencias de otros tiempos (...), dándonos a la oración con lágrimas, a la lectura, a la compunción del corazón y a la abstinencia (...), a ofrecer a Dios alguna cosa por propia voluntad con el fin de dar gozo al Espíritu Santo (...) y a esperar con deseo espiritual la Santa Pascua».

El hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca lo bueno

Hoy hay sed de Dios, hay frenesí por encontrar un sentido a la existencia y a la actuación propias. El boom del interés esotérico lo demuestra, pero las teorías auto-redentoras no sirven. A través del profeta Jeremías, Dios lamenta que su pueblo haya cometido dos males: le abandonaron a Él, fuente de aguas vivas, y se cavaron aljibes, aljibes agrietados, que no retienen el agua (cf. Jer 2,13).

Hay quienes vagan entre medio de pseudo-filosofías y pseudo-religiones —ciegos que guían a otros ciegos (cf. Lc 6,39)— hasta que descorazonados, como san Agustín, con el esfuerzo proprio y la gracia de Dios, se convierten, porque descubren la coherencia y trascendencia de la fe revelada. En palabras de san Josemaría Escrivá, «La gente tiene una visión plana, pegada a la tierra, de dos dimensiones. —Cuando vivas vida sobrenatural obtendrás de Dios la tercera dimensión: la altura, y, con ella, el relieve, el peso y el volumen».

Benedicto XVI iluminó muchísimos aspectos de la fe con textos científicos y textos pastorales llenos de sugerencias, como su trilogía "Jesús de Nazaret". He observado cómo muchos no-católicos se orientan en sus enseñanzas (y en las de san Juan Pablo II). Esto no es casual, pues no hay árbol bueno que dé fruto malo, no hay árbol malo que dé fruto bueno (cf. Lc 6,43).

Se podrían dar grandes pasos en el ecumenismo, si hubiere más buena voluntad y más amor a la Verdad (muchos no se convierten por prejuicios y ataduras sociales, que no deberían ser freno alguno, pero lo son). En cualquier caso, demos gracias a Dios por esos regalos (Juan Pablo II no dudaba en afirmar que Concilio Vaticano II es el gran regalo de Dios a la Iglesia en el siglo XX); y pidamos por la Unidad, la gran intención de Jesucristo, por la que Él mismo rezó en su Última Cena.

Sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo

Hoy escuchamos unas palabras del Señor que nos invitan a vivir la caridad con plenitud, como Él lo hizo («Padre, perdónales porque no saben lo que hacen»: Lc 23,34). Éste ha sido el estilo de nuestros hermanos que nos han precedido en la gloria del cielo, el estilo de los santos. Han procurado vivir la caridad con la perfección del amor, siguiendo el consejo de Jesucristo: «Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5,48).

La caridad nos lleva a amar, en primer lugar, a quienes nos aman, ya que no es posible vivir en plenitud lo que leemos en el Evangelio si no amamos de verdad a nuestros hermanos, a quienes tenemos al lado. Pero, acto seguido, el nuevo mandamiento de Cristo nos hace ascender en la perfección de la caridad, y nos anima a abrir los brazos a todos los hombres, también a aquellos que no son de los nuestros, o que nos quieren ofender o herir de cualquier manera. Jesús nos pide un corazón como el suyo, como el del Padre: «Sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo» (Lc 6,36), que no tiene fronteras y recibe a todos, que nos lleva a perdonar y a rezar por nuestros enemigos.

Ahora bien, como se afirma en el Catecismo de la Iglesia, «observar el mandamiento del Señor es imposible si se trata de imitar desde fuera el modelo divino. Se trata de una participación vital y nacida del fondo del corazón, en la santidad, en la misericordia y en el amor de nuestro Dios». El Beato Newman escribía: «¡Oh Jesús! Ayúdame a esparcir tu fragancia dondequiera que vaya. Inunda mi alma con tu espíritu y vida. Penetra en mi ser, y hazte amo tan fuertemente de mí que mi vida sea irradiación de la tuya (...). Que cada alma, con la que me encuentre, pueda sentir tu presencia en mi. Que no me vean a mí, sino a Ti en mí».

Amaremos, perdonaremos, abrazaremos a los otros sólo si nuestro corazón es engrandecido por el amor a Cristo.

Alegraos ese día y saltad de gozo

Hoy volvemos a vivir las bienaventuranzas y las “malaventuranzas”: «Bienaventurados vosotros...», si ahora sufrís en mi nombre; «Ay de vosotros...», si ahora reís. La fidelidad a Cristo y a su Evangelio hace que seamos rechazados, escarnecidos en los medios de comunicación, odiados, como Cristo fue odiado y colgado en la cruz. Hay quien piensa que eso es debido a la falta de fe de algunos, pero quizá —bien mirado— es debido a la falta de razón. El mundo no quiere pensar ni ser libre; vive inmerso en el anhelo de la riqueza, del consumo, del adoctrinamiento libertario que se llena de palabras vanas, vacías donde se oscurece el valor de la persona y se burla de la enseñanza de Cristo y de la Iglesia, ya que —hoy por hoy— es el único pensamiento que ciertamente va contra corriente. A pesar de todo, el Señor Jesús nos infunde coraje: «Bienaventurados seréis cuando los hombres os odien, cuando os expulsen, os injurien y proscriban vuestro nombre como malo, por causa del Hijo del hombre (...). Vuestra recompensa será grande en el cielo» (Lc 6, 22.23).

San Juan Pablo II, en la encíclica Fides et Ratio, dijo: «La fe mueve a la razón a salir de su aislamiento y a apostar, de buen grado, por aquello que es bello, bueno y verdadero». La experiencia cristiana en sus santos nos muestra la verdad del Evangelio y de estas palabras del Santo Padre. Ante un mundo que se complace en el vicio y en el egoísmo como fuente de felicidad, Jesús muestra otro camino: la felicidad del Reino del Dios, que el mundo no puede entender, y que odia y rechaza. El cristiano, en medio de las tentaciones que le ofrece la “vida fácil”, sabe que el camino es el del amor que Cristo nos ha mostrado en la cruz, el camino de la fidelidad al Padre. Sabemos que en medio de las dificultades no podemos desanimarnos. Si buscamos de verdad al Señor, alegrémonos y saltemos de gozo (cf. Lc 6,23).

Parroquia Sagrada Familia