Fidel Herráez Vegas (Arzobispo de Burgos)
Siguiendo el calendario litúrgico, nos encontraremos la próxima semana con una fiesta que como tal no está señalada en rojo, pero que para nosotros es una fiesta especial. Es la fiesta de nuestra gran Santa castellana, Teresa de Jesús. Por eso, hoy quiero acercarme a ella para traerla al momento presente y compartir con vosotros, aunque sea brevemente, alguna reflexión.
Nació en Ávila, como sabéis, el 28 de marzo de 1515 y murió en Alba de Tormes (Salamanca) el 4 de octubre de 1582. Quiero recordar que en esta querida ciudad de Burgos realizó su última fundación (1582). Hay un texto en el libro de las Fundaciones (31,11) donde la Santa relata que estaba encomendando lo de Burgos al Señor porque siendo un sitio frío, y los fríos tan contrarios a sus enfermedades, ir allí le parecía una temeridad. Entonces le dijo el Señor estas palabras: «No hagas caso de esos fríos, que Yo soy la verdadera calor. El demonio pone todas sus fuerzas por impedir aquella fundación; ponlas tú de mi parte porque se haga, y no dejes de ir en persona, que se hará gran provecho». Y Santa Teresa vino a Burgos; y tuvimos la suerte de tener aquí uno de sus conventos, para gloria de Dios y provecho de los burgaleses como le dijo el Señor.
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Ser leproso en tiempo de Jesús era tanto como estar muerto en vida. Los leprosos, en efecto, eran expulsados de su familia, del lugar donde habitaban y de los centros religiosos. Vivían en el campo y, si alguien se acercaba, tenían que gritar: “apestado”. El evangelio de este domingo nos presenta un grupo de diez leprosos: nueve judíos y un samaritano. Al enterarse de que Jesús venía hacia un pueblo, se aproximaron y a grandes voces gritaron: “Jesús, ten compasión de nosotros”. Jesús sólo les dijo: “Id a los sacerdotes”. Ir a los sacerdotes era indispensable para obtener el certificado de curación, con el cual venía la reinserción familiar, social y religiosa. Ellos le hicieron caso y se pusieron en camino. Mientras iban caminando, uno se dio cuenta de que había sido curado. Al advertirlo, desanduvo su camino, vino a Jesús, se postró delante de él y le dijo con gran alegría: “Muchísimas gracias, Señor, muchísimas gracias”. Jesús, que además de perfecto Dios es también perfecto hombre, agradeció el detalle y lamentó las ausencias. “¿No eran diez los curados?, preguntó. Los otros ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?”. Porque era samaritano, puntualiza san Lucas.
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Fidel Herráez Vegas (Arzobispo de Burgos)
Muchos de vosotros, seguramente, habréis visitado la Exposición de las Edades del Hombre, que este año tiene lugar en nuestra Villa Ducal de Lerma, con el título de Angeli, porque versa precisamente sobre las múltiples y bellas manifestaciones artísticas de los ángeles. De ella ya he hablado en otras ocasiones, admirando la belleza de la iconografía cristiana que nos los presenta, unas veces en adoración y otras en acción, como seres que intermedian siempre en la relación de Dios con los hombres. Hoy quiero referirme a los ángeles desde la vivencia cristiana de esta realidad espiritual, ya que hemos celebrado recientemente las fiestas de los Santos Ángeles Custodios (el día 2 de octubre) y unos días antes (el 29 de septiembre) la de los Arcángeles San Miguel, San Rafael y San Gabriel, advocaciones muy presentes en múltiples parroquias y ermitas de nuestra diócesis burgalesa.
Los ángeles forman parte de un mundo misterioso para nosotros, difícil de abarcar, de objetivar y de formular con claridad, pero no son realidades fantásticas o mitológicas. Su existencia ha estado siempre presente a lo largo de la historia de la salvación como servidores y mensajeros de Dios. «Espíritus servidores, dice San Pablo, enviados en ayuda de los que han de heredar la salvación» (Heb 1,14). Con un lenguaje claro y sobrio la Iglesia enseña en su Catecismo que la vida humana está rodeada de la custodia e intercesión de los ángeles y que «la existencia de seres espirituales, no corporales, que la Sagrada Escritura llama habitualmente ángeles, es una verdad de fe. El testimonio de la Escritura es tan claro como la unanimidad de la Tradición...» (nº 328).
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Es posible que se mueva un monte porque nosotros se lo digamos? ¿Es posible que lo haga una morera y se plante en el mar? Pues el evangelio de hoy asegura: “Si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a esa morera: ‘Arráncate y plántate en el mar’, y os obedecería”. Un grano de mostaza es tan minúsculo, que casi es preciso verlo con microscopio para apreciarlo. La fe que Jesús nos exige para hacer verdaderos milagros, para convertir en posible lo imposible, basta que sea verdadera aunque sea muy pequeña. Los apóstoles lo habían visto y lo verían en repetidas ocasiones.
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