Fidel Herráez Vegas (Arzobispo de Burgos)
El 27 de octubre se clausuró solemnemente el Sínodo de la Amazonía convocado por el Papa Francisco. Deseo referirme hoy a este acontecimiento, por su misma importancia y porque la información os ha ido llegando con diversos matices a través de los medios de comunicación. Han sido tres semanas, como señalaba el Papa, de diálogo, de escucha mutua y de discernimiento comunitario para identificar los caminos que Dios señala a su Iglesia. Ha sido a la vez una ocasión para la conversión personal y comunitaria a la luz del modo que Dios tiene de actuar en la historia, incluso en condiciones contradictorias.
A algunos de vosotros un Sínodo sobre la Amazonía le puede resultar un acontecimiento que afecta o interesa sólo a quienes habitan en aquellas regiones, tan distantes de nuestras preocupaciones diarias. Ello sería una visión muy estrecha desde el punto de vista eclesial, cultural y social. La comunión eclesial nos debe llevar a sentir como propios los problemas y las esperanzas de todas las diócesis del mundo. De un modo especial, en el Mes Extraordinario Misionero, ese acontecimiento sinodal ponía delante de nuestros ojos una de las fronteras más significativas de la actividad misionera: la evangelización y la atención pastoral dirigida a pueblos indígenas, tan frecuentemente olvidados o marginados.
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Jesús siempre manso y paciente les indica como primera cosa, que la vida después de la muerte no tiene los mismos parámetros de aquella terrena. La vida eterna es otra vida, en otra dimensión, en la cual entre otras cosas no existirá más el matrimonio, que está relacionado a nuestra existencia en este mundo. Los resucitados -dice Jesús- serán como los ángeles y vivirán en un estado diverso que ahora no podemos sentir ni imaginar. Y así lo Jesús explica.
Pero después, por así decir, pasa al contraataque. Y lo hace citando la sagrada escritura, con una simplicidad y una originalidad que nos dejan llenos de amor hacia nuestro Maestro, ¡el único Maestro!
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Fidel Herráez Vegas (Arzobispo de Burgos)
Unidos a la Iglesia en España, celebraremos el próximo domingo el Día de la Iglesia Diocesana. Con esta Jornada recordamos cada año que la pertenencia a la Iglesia universal se realiza y se concreta para nosotros en la pertenencia a nuestra Iglesia diocesana en Burgos; tomamos mayor conciencia de lo que nuestra Iglesia local es y de lo que hace; y estrechamos los lazos que nos unen sabiéndonos hijos de Dios que confesamos juntos una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre. Este año celebramos el día de la Iglesia Diocesana en un contexto privilegiado para nosotros: como sabéis, he convocado la celebración de una Asamblea Diocesana que marcará el ritmo pastoral de este curso y del siguiente. Precisamente el próximo sábado nos reuniremos durante todo el día para preparar este evento y para comenzarlo oficialmente con una Eucaristía en la Catedral, por la tarde, a la que os convoco encarecidamente. El marco en el que se sitúa esta convocatoria es, como sabéis, la conmemoración del VIII Centenario de la Catedral y el momento social y religioso que vivimos.
Como os he escrito en mi última Carta Pastoral, la Asamblea es un kairós del Espíritu, un tiempo de Dios que nos ayudará a abrirnos a sus designios y que nos renovará en la vocación bautismal para impulsarnos a la misión evangelizadora. La Asamblea «es una profunda experiencia de eclesialidad y de sinodalidad que hace visible y consciente la pertenencia a una Iglesia particular, profundizando en el compromiso con la misión y con la evangelización. De este modo reflejaremos el ser más íntimo y profundo de la Iglesia. Es una expresión solemne y colectiva de lo que la Iglesia es».
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Estamos en Jericó. Jesús ha llegado aquí para subir a Jerusalén. Jericó es una ciudad próspera e importante desde el punto de vista económico, militar y financiero. El ambiente moral está bastante relajado. Abundan los lugares de diversión para sus muchos comerciantes, soldados y viajeros.
Hay un grupo numeroso de gente dedicada al cobro de los impuestos para Roma, potencia extranjera de la que ahora dependen políticamente los judíos. Tienen un nombre bien conocido: “publicanos”. Están muy mal vistos, porque no son honrados –pues con frecuencia cobran más de lo debido- y, además, están al servicio de Roma.
Nadie les invita a su casa ni tampoco se deja invitar por ellos. Uno de ellos hace de “jefe”, pues los demás dependen de él y trabajan para él. Se llama Zaqueo. Le conoce todo el mundo. Incluso los niños. Además, es pequeñito, casi un enano. La gente le desprecia de modo especial. No obstante no es tan mala persona como se piensa y, de hecho, quiere ver a Jesús. Como es tan bajito, se sube a un árbol en un punto estratégico por donde sabe que Jesús tiene que pasar necesariamente.
Y, en efecto, Jesús pasa, pero hace algo en lo que él no podía ni soñar: le llama por su nombre y se invita a su casa. El revuelo que se organiza es mayúsculo. ¡El Profeta de Galilea ha entrado en casa de Zaqueo y está comiendo allí con muchos publicanos! ¡Increíble, pero cierto! El escándalo es monumental. Pero Jesús no renuncia a emplear sus criterios revolucionarios: “Ha venido a salvar lo que está perdido, a curar lo que necesita médico, a traer al buen camino a los pecadores”. Por eso, en lugar de tratar mal a quienes se encuentran en esa situación, les acoge, empatiza con ellos y les llega así tan al corazón, que terminan confesando con Zaqueo: “Señor, daré la mitad de mis bienes a los pobres y si he robado algo, devolveré cuatro veces más” Si dejáramos entrar a Jesús en nuestras vidas, nos pasaría como a Zaqueo. Si tratáramos a los zaqueos de nuestra familia y de nuestro entorno como Jesús, se lograría más de un milagro. ¿Por qué nos empeñamos tantas veces en rechazar a Jesús y a los demás?
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