Cuento de Cerámica

Por la tarde, la familia salió a caminar por los senderos de la montaña. Prepararon la mochila con galletitas, una manta grande para sentarse y varias botellas de agua fresca. Los más pequeños co­rrían yendo y viniendo por el camino. Se adelantaban y regresaban, siempre acom­pañados por los perros. Las madres, los padres, las tías y la abuela caminaban detrás, conversando o iban en silen­cio. A veces, el espectáculo era tan maravilloso, que per­manecían absortos contem­plándolo.

El camino de tierra se trans­formó en un sendero plagado de piedras por donde no po­día pasar ningún vehículo.

—Este era el camino que co­municaba los pueblos vecinos de las cumbres más altas, pe­ro como no era muy transita­do, nadie se ocupó de mantenerlo. No hay peligro, ni problema de que los niños se adelanten— explicaban a la abuela que se ponía nerviosa cuando no los tenía a la vista.

Sin embargo, se inquietaron cuando los vieron, a lo lejos, agachados en el medio del camino. Creyeron que alguno se había caído o lastimado. Cuando los alcanzaron, los encontraron mirando restos de cerá­mica que habían quedado al descubierto después de las últimas lluvias. Algunos trozos eran simples piezas, pero otros, estaban adornados con líneas y colores.

Por la noche le pidieron a la abuela que contara una historia de cerámicas.

—Hace muchos, muchos años, mucho antes de que mis abuelos nacieran, estas tierras estaban habitadas por el pueblo diaguita. Era un pueblo agricultor, que disfrutaba vivir en armonía con la tierra, la Pachama­ma; cultivaban en terrazas, para que el agua, que en­cauzaban desde lo alto de la montaña, llegara a todos los cultivos.

Los niños jugaban a la sombra de grandes algarro­bos, árboles que les brindaban generosamente un alimento muy nutritivo. Una tarde, una niña que es­taba recolectando las vainas del algarrobo para que su abuela preparara el patay, vio llegar corriendo a su mamá. Llevaba en las manos una vasija, una de esas que no se le permitía tocar; destinada a las grandes fies­tas religiosas. Era la más bella que tenían en su casa, deco­rada con dibujos geométricos en diferentes tonos de rojo. La mamá, agitada, se sentó en una piedra junto a su hija. Se tomó un tiempo para recupe­rar el aliento. Luego, envolvió con un poncho la vasija, se la entregó a la niña y le dijo que la llevara a sus parientes que vivían en el pueblo vecino.

— ¿Recuerdas el camino que se extiende hacia donde sa­le el sol? Sigue ese sendero, aunque te parezca que en algún momento desapare­ce, búscalo tras los espinos; lo vas a encontrar. Si escu­chas ruidos, refúgiate detrás de una piedra y quédate quieta hasta que el peligro haya pasado. Sujeta fuerte la vasija y llévasela a nuestros familiares, dentro de ella hay un mensaje muy importante.

La niña estaba asustada, nunca había visto así a su madre, tampoco había recorrido ese sendero sola ni le habían dado una tarea tan importante. Ella era la más veloz entre los niños, parecía que estaba soste­nida por el viento y que las piedras del camino no le lastimaban las plantas de sus pies. Ignoraba el mensa­je que debía entregar, pero era evidente su urgencia.

La niña abrazó la vasija como si llevara un bebé en­tre sus brazos y corrió con los pies descalzos hacia el sendero. Su madre la vio partir y luego regresó hacia donde estaba el resto de las mujeres, y los niños se preparaban para una larga caminata.

La niña corrió más veloz que nunca, con el sol en la es­palda. Las espinas de las tunas no llegaban a penetrar.

Escuchó ruidos y se ocultó rápidamente tras una piedra. Era un zorro con su familia, que se dirigían a la madriguera, al costado del camino. El sol estaba poniéndose, pero la oscuridad no era un problema para ese pueblo acostumbrado a caminar por la no­che, con la luz de la luna o de las estrellas. En el pue­blo vecino estaban por comer la última comida del día, cuando divisaron a la niña sosteniendo entre sus brazos la vasija. La vieron llegar y salieron corriendo a su encuentro. Uno de los varones la sostuvo, cuan­do casi cayó al suelo agotada por los kilómetros re­corridos para dar la entrega. Las mujeres la llevaron hacia una de las casas de adobe donde le frotaron los pies con una pasta de jarilla, y le ofrecieron agua fresca con hojas de menta.

No pudo estar presente cuando los mayores miraron la vasija, con mucho cuidado, a la luz de la luna. Sa­bían perfectamente el significado de esos adornos y ese color: la sangre correría por sus tierras en poco tiempo. Rompieron la vasija contra el suelo, cada uno tomó un pedazo y salió corriendo para llevar el mensaje a otros habitantes más alejados. No nota­ron que, en medio del camino, confundida entre las piedras, un pequeño trozo de cerámica permaneció en el suelo... hasta nuestros días.

Voy por un caminito, voy por el otro y mañana... te cuento otro.

—No, dale abuela, ¿cómo terminó la historia? ¿Ter­minó bien o mal?

— No es tan simple, no es posible responder en el ratito antes de dormir esa pregunta.

La historia continúa, la continuamos nosotros cuan­do somos capaces de regresar a nuestras raíces.

Poner manos a la obra, acer­carnos al otro con acciones concretas. Pueden ser muy simples, como alcanzar un vaso de agua a un hermano que está mirando la tele o no condenar al otro rápida­mente. Ojalá que esta Cuaresma nos haya ayudado a vivir el ca­mino de la misericordia para preparar nuestro corazón para la Pascua.

Parroquia Sagrada Familia