29 Mar

De 10:00 h. a 10:30 h. Avda. Reyes Católicos y Avda. del Cid.
De 10:30 h. a 11:00 h. Fco. Martínez Varea, Sda.Familia y Urb. Jerez
De 13:00 h.a 13:30 h. José María de la Puentey Jerez
De 13:30 h. a 14:00 h. Doña Berenguela y Padre Aramburu.
De 14:30 h. a 15:00h. San Francisco y Villarcayo.
De 15:00 h. a 15:30 h. Sedano y Federico Olmeda.
De 15:30 h. a 16:00 h. Avda. Cantabria y Fco. Sarmiento.
De 16:00 h. a 17:00 h. León XIII y voluntarios.

29 Mar

Adoración de la cruz.

30 Mar

Resurrección del Señor

El que no toma su cruz y me sigue detrás no es digno de mí. Quien a vosotros recibe, a mí me recibe

Hoy, al escuchar de boca de Jesús: «El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí…» (Mt 10,37) quedamos desconcertados. Ahora bien, al profundizar un poco más, nos damos cuenta de la lección que el Señor quiere transmitirnos: para el cristiano, el único absoluto es Dios y su Reino. Cada cual debe descubrir su vocación —posiblemente esta es la tarea más delicada de todas— y seguirla fielmente. Si un cristiano o cristiana tienen vocación matrimonial, deben ver que llevar a cabo su vocación consiste en amar a su familia tal como Cristo ama a la Iglesia.

La vocación a la vida religiosa o al sacerdocio pide no anteponer los vínculos familiares a los de la fe, si con ello no faltamos a los requisitos básicos de la caridad cristiana. Los vínculos familiares no pueden esclavizar y ahogar la vocación a la que somos llamados. Detrás de la palabra “amor” puede esconderse un deseo posesivo del otro que le quita libertad para desarrollar su vida humana y cristiana; o el miedo a salir del nido familiar y enfrentarse a las exigencias de la vida y de la llamada de Jesús a seguirlo. Es esta deformación del amor la que Jesús nos pide transformar en un amor gratuito y generoso, porque, como dice san Agustín: «Cristo ha venido a transformar el amor».

El amor y la acogida siempre serán el núcleo de la vida cristiana, hacia todos y, sobre todo, hacia los miembros de nuestra familia, porque habitualmente son los más cercanos y constituyen también el “prójimo” que Jesús nos pide amar. En la acogida a los demás está siempre la acogida a Cristo: «Quien a vosotros recibe, a mí me recibe» (Mt 11,40). Debemos ver, pues, a Cristo en aquellos a quien servimos, y reconocer igualmente a Cristo servidor en quienes nos sirven.

No temáis a los que matan el cuerpo

Hoy, después de elegir a los doce, Jesús los envía a predicar y los instruye. Les advierte acerca de la persecución que posiblemente sufrirán y les aconseja cuál debe ser su actitud: «No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien a aquel que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna» (Mt 10,28). El relato de este domingo desarrolla el tema de la persecución por Cristo con un estilo que recuerda la última Bienaventuranza del Sermón de la Montaña (cf. Mt 5,11).

El discurso de Jesús es paradójico: por un lado dice dos veces “no temáis”, y nos presenta un Padre providente que tiene solicitud incluso por los pajarillos del campo; pero por otra parte, no nos dice que este Padre nos ahorre las contrariedades, más bien lo contrario: si somos seguidores suyos, muy posiblemente tendremos la misma suerte que Él y los demás profetas. ¿Cómo entender esto, pues? La protección de Dios es su capacidad de dar vida a nuestra persona (nuestra alma), y proporcionarle felicidad incluso en las tribulaciones y persecuciones. Él es quien puede darnos la alegría de su Reino que proviene de una vida profunda, experimentable ya ahora y que es prenda de vida eterna: «Por todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos» (Mt 10,32).

Confiar en que Dios estará junto a nosotros en los momentos difíciles nos da valentía para anunciar las palabras de Jesús a plena luz, y nos da la energía capaz de obrar el bien, para que por medio de nuestras obras la gente pueda dar gloria al Padre celestial. Nos enseña san Anselmo: «Hacedlo todo por Dios y por aquella feliz y eterna vida que nuestro Salvador se digna concederos en el cielo».

Al ver Jesús a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor

Hoy, el Evangelio nos dice que el Señor —viendo al pueblo— se sentía turbado, porque aquel pueblo iba desorientado y cansado, como ovejas sin pastor (cf. Mt 9,36). El pueblo de Israel sabía muy bien, mejor que nosotros —hombres de ciudad— qué era un pastor, y el alboroto que se formaba cuando las ovejas se encontraban solas sin pastor.

Si Jesús viniera hoy, yo creo que repetiría las mismas palabras: pues hay muchas personas desorientadas, buscando cuál es el sentido de la vida. —Señor, ¿qué solución das a este gran problema? Pues Jesús pide oración, escoge a doce apóstoles y los envía a predicar el reino de Dios.

¡Escogió a doce Apóstoles! Envía a estos doce hombres a predicar: «‘El Reino de los Cielos está cerca’. Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios. Gratis lo recibisteis; dadlo gratis» (Mt 10,7-8). Lo que los Apóstoles hicieron, y nosotros hemos de hacer, es predicar a la persona adorable de Jesucristo y su mensaje de paz y de amor, y eso de una manera desinteresada.

Todos estamos convocados a ello: los sucesores de los Apóstoles —los obispos y los otros pastores— pero también, en unión con ellos, todos los fieles. Todos tenemos esta misión en el mundo: sanar a la humanidad de sus heridas, orientarla en sus búsquedas… No solamente los obispos y los sacerdotes, sino también los laicos: por ejemplo, en la familia —en su carácter de hogar y escuela de fe; en la universidad y en los colegios; en los medios de comunicación; en el mundo sanitario…, y cada cristiano en su ambiente de amistad y de trabajo.

Escuchemos a san Francisco de Sales, que escribe: «En la misma creación de las cosas, Dios, el Creador, mandó a las plantas que cada una diera el fruto según la especie. Igualmente, los cristianos —que son plantas vivas de la Iglesia— les mandó a cada uno de ellos que diera fruto de devoción según la calidad, el estado y la vocación que tuviera».

Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre

Hoy, todo el mensaje que hemos de escuchar y vivir está contenido en “el pan”. El capítulo sexto del Evangelio según san Juan refiere el milagro de la multiplicación de los panes, seguido de un gran discurso de Jesús, uno de cuyos fragmentos escuchamos hoy. Nos interesa mucho entenderle, no sólo para vivir la fiesta del “Corpus” y el sacramento de la Eucaristía, sino también para comprender uno de los mensajes centrales de su Evangelio.

Hay multitudes hambrientas que necesitan pan. Hay toda una humanidad abocada a la muerte y al vacío, carente de esperanza, que necesita a Jesucristo. Hay un Pueblo de Dios creyente y caminante que necesita encontrarle visiblemente para seguir viviendo de Él y alcanzar la vida. Tres clases de hambre y tres experiencias de saciedad, que corresponden a tres formas de pan: el pan material, el pan que es la persona de Jesucristo y el pan eucarístico.

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Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único

Hoy nos viene bien volver a escuchar que «tanto amó Dios al mundo…» (Jn 3,16) porque, en la fiesta de la Santísima Trinidad, Dios es adorado y amado y servido, porque Dios es el Amor. En Él hay unas relaciones que son de Amor, y todo lo que hace, activamente, lo hace por Amor. Dios ama. Nos ama. Esta gran verdad es de aquellas que nos transforman, que nos hacen mejores. Porque penetran en el entendimiento, se nos hacen del todo evidentes. Y penetran nuestra acción, y la van perfeccionando hacia una acción toda de amor. Y como más puro, se hace más grande y más perfecto.

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Parroquia Sagrada Familia