Honrar a los muertos a la luz de la resurrección

Fidel Herráez Vegas (Arzobispo de Burgos)

gil hellin

El pasado mes de octubre se dio a conocer un documen­to de la Congregación para la Doctrina de la Fe, llamado Ad resurgendum cum Christo (Pa­ra resucitar con Cristo), en el que se recomienda la sepultura del cuerpo de los difuntos y se ofrecen algunas observaciones sobre la práctica creciente de la cremación.

El tema tuvo repercusión en los medios de comunicación, lo cual resulta comprensible dado que afecta a los sentimientos más profundos de la inmensa mayoría de las personas. Como suele ser normal cuando lo que llega es la noticia, se ponía el acento en aspectos que, siendo importantes, no reflejaban el sentido auténtico de las reco­mendaciones del mencionado documento. Por eso considero conveniente, una vez pasada la actualidad mediática, volver so­bre este tema para cultivar el sentido de la fe del pueblo cris­tiano ante una experiencia tan importante desde el punto de vista humano y cristiano. Ello adquiere nueva luz cuando nos preparamos para celebrar el misterio pascual, la muerte y re­surrección de Jesús.

Es importante tener en cuenta esta perspectiva, porque hay quienes propugnan la cre­mación o la dispersión de las ce­nizas por motivos ideológicos, filosóficos, o incluso por la sim­ple moda, que nada tienen que ver con la fe cristiana: la revela­ción nos dice que somos algo más que materia, y por ello nuestro destino no es reinte­grarnos en la naturaleza, en la tierra de la que salimos; nuestra esperanza abre un horizonte más allá de este mundo, el encuentro definitivo con el mis­mo Dios amante que nos creó.

La Iglesia habla de la muerte y de los muertos a la luz de la fe, de la esperanza, del amor; sólo así se aporta luz y sentido a nuestra actitud ante los difun­tos, lo cual debe manifestarse en el modo en que tratamos su cadáver. No podemos hacerlo más que con respeto, con vene­ración, honrando su dignidad. Es significativo que ello forma parte de las obras de misericor­dia, que hemos recordado y re­valorizado durante el pasado Año Santo: las obras de miseri­cordia corporales mencionan la práctica de enterrar a los muer­tos; y también las obras de mi­ sericordia espirituales invitan a rezar a Dios por los vivos y por los difuntos.

El documento de la Doctri­na de la Fe recomienda la inhu­mación por ser la forma más adecuada para expresar la fe y la esperanza en la resurrección de los cuerpos. La resurrección de Cristo es el momento cul­minante de la fe cristiana; hace que la muerte tenga un signifi­cado positivo y reconoce el valor y la dignidad de nuestros cuerpos, de nuestra realidad material. Enterrando los cuerpos de los difuntos estamos por tanto proclamando de modo visible nuestra fe en la resurrec­ción de la carne y la dignidad del cuerpo, que también será glorificado en la resurrección. Nuestra persona no es sólo es­píritu, es también cuerpo en la existencia terrena, en el mo­mento de la muerte y en la vi­da definitiva en la gloria del Pa­dre. «Desde el principio, se di­ce en este documento, los cristianos han deseado que sus difuntos fueran objeto de ora­ciones y recuerdo de parte de la comunidad cristiana. Sus tumbas se convirtieron en lu­gares de oración, recuerdo y re­flexión(...) La sepultura en los cementerios u otros lugares sa­grados responde adecuada­mente a la compasión y al res­peto debido a los cuerpos de los fieles difuntos, que median­te el Bautismo se han converti­do en templo del Espíritu San­to y de los cuales, "como herra­mientas y vasos, se ha servido piadosamente el Espíritu para llevar a cabo muchas obras buenas"».

Junto a la inhumación, la Iglesia reconoce la legitimidad de la cremación, cuya práctica se va difundiendo, (si se hace desde los criterios adecuados). Pero da importancia también a que las cenizas se depositen por regla general en el cementerio o en un lugar sagrado; que no se dispersen ni se dividan, ni se conserven en el propio domici­lio, ni se pueda hacer de las mis­mas un uso inconveniente o su­perficial. El cadáver no es una propiedad privada. El difunto es hijo de Dios, miembro del Pueblo de Dios, y por ello se ha establecido una celebración pú­blica del funeral. Los campo­ santos han surgido como lugar de la memoria, y siguen convo­cando a la visita, a la oración, a la expresión de respeto y de ca­riño. De este modo se manifies­ta que el amor a los difuntos tie­ne una dimensión eclesial: nos ayuda a descubrir y a vivir la co­munión de los santos que con­fesamos en el Credo, una comu­nión en la que se encuentran nuestros difuntos.

Las recomendaciones de la Iglesia, no son un capricho o una tradición rutinaria. Proce­den de la fe en el Resucitado: El es el primogénito de los que re­sucitan para transformar la rea­lidad entera. Nuestro cuerpo participará de su victoria. Esa victoria la anticipamos como un acto eclesial, no como un he­cho privado. La belleza de la fe debe hacerse patente en el mo­do como honramos a los muer­tos. Es un anuncio también de la resurrección, en la que los cristianos creemos y espera­mos.

Parroquia Sagrada Familia