Clausura del año jubilar en Pentecostés

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Hoy damos la bienvenida a un nuevo Pentecostés, hoy conmemoramos la venida del Espíritu Santo, memorial de plenitud que edifica la Iglesia. Jesús «ha traído el fuego del Espíritu a la tierra» y la Iglesia «se reforma con la unción, con la gratuidad de la gracia, con la fuerza de la oración, con la alegría de la misión y con la belleza cautivadora de la pobreza». Con este lenguaje, el Papa Francisco nos anima, en la solemnidad de Pentecostés, a hacernos misioneros de consolación y de misericordia para el mundo.

San Pablo, en su carta a los cristianos de Corinto, descubre que «donde está el Espíritu del Señor, hay libertad» (2 Co 3,17). Así, arraigados a la providencial venida del Espíritu Santo (Hch 2, 3-4), también celebramos el Día de la Acción Católica y del Apostolado Seglar, destacando el papel fundamental que tiene el laicado «en la corresponsabilidad eclesial y en la misión evangelizadora», junto con los pastores y los miembros de la vida consagrada, cada uno según el carisma y el ministerio recibidos.

El lema de esta Jornada «nos invita a seguir construyendo juntos el gran reto y desafío pastoral de la sinodalidad», que propone el Papa Francisco «con este proceso sinodal que está llevando a cabo la Iglesia universal y nuestras iglesias particulares, congregaciones, asociaciones y movimientos laicales».

La sinodalidad, aseveran, «consiste en ir creando un “nosotros” eclesial compartido»; es decir, «que todos sintamos como propia la biografía de la Iglesia». Una realidad que nos envía hacia un nosotros cada vez más grande, una llamada apremiante de parte del mismo Dios que nos recuerda –en palabras de los obispos de la comisión episcopal para el laicado, familia y vida– que «nadie se salva solo», porque «estamos todos en la misma barca en medio de las tempestades de la historia», y «nadie se salva sin Dios».

Hoy, prendidos por el fuego del Espíritu, también conmemoramos la clausura del Año Jubilar que hemos venido celebrando con ocasión del octavo centenario de nuestra catedral, así como la Asamblea diocesana de esta iglesia que peregrina en Burgos. Lo haremos con un festival a las cinco de la tarde en la plaza de Santa María y con una Eucaristía a las siete y media en la catedral presidida por el Sustituto de la Secretaría de Estado de la Santa Sede.

Nuestra catedral, como ya he subrayado en alguna ocasión, es un imponente testimonio de fe, esperanza y amor. Representa a Cristo, la piedra angular, a partir de Quien todos estamos llamados a formar parte del Templo santo de Dios. La fe enseña al Pueblo de Dios la presencia vivificante del Señor en medio de nosotros. Y así lo hemos podido experimentar durante esto tiempo jubilar, porque hemos vivido un año de gracia muy importante, y la Asamblea nos orientará con las pautas para la tarea evangelizadora de los próximos años. Y deseo agradecer, de manera especial, a todos los que habéis hecho posible este Año Jubilar y esta Asamblea Diocesana, así como a don Fidel, que fue quien puso la primera piedra de este precioso aniversario que ahora nos cobija.

Ochocientos años de vida que nos recuerdan, una y otra vez, que la Iglesia es el templo del Espíritu Santo. Ocho siglos de oración, fe, camino, encuentro y comunión. Un templo vivo donde se guarda el milagro más maravilloso y el tesoro más grande del mundo: la Eucaristía custodiada por la mirada amorosa de la Virgen María, a Quien está dedicado este templo.

«No hay Iglesia sin Pentecostés y no hay Pentecostés sin la Virgen María», expresó el Papa emérito Benedicto XVI, refiriéndose a la Santísima Virgen, en el rezo del Regina Coelide mayo de 2010. Ponemos nuestra esperanza en María, quien «conservaba todas estas cosas meditándolas en su corazón» (Lc 2, 19.51). Que Ella, que alienta el corazón de los discípulos antes de recibir el Don del Espíritu prometido por Jesús, nos acoja y nos proteja bajo Su manto en esta gran fiesta del Espíritu que, sin duda alguna, dejará una huella imborrable en nuestra archidiócesis y en nuestras vidas.

Recibid la bendición de Dios en esta entrañable solemnidad.

El próximo domingo de Pentecostés, clausura del Año Jubilar

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Estamos viviendo los últimos compases del Tiempo de Pascua. Hemos participado de muchas maneras en el año jubilar que el Santo Padre concedió a nuestra Archidiócesis con ocasión del octavo centenario de nuestra catedral. El próximo domingo, solemnidad de Pentecostés, viviremos la clausura de este año jubilar. A las cinco de la tarde comenzaremos con un festival de música con grupos procedentes de toda la provincia. Y a las siete y media de la tarde celebraremos la Eucaristía de clausura. El Sustituto de la Secretaría de Estado de la Santa Sede, Monseñor Edgar Peña Parra, presidirá la celebración a la que estamos convocados todos los que formamos esta querida Iglesia burgalesa. Os invito vivamente a participar de este evento singular que dejará una huella imborrable en nuestras vidas y en nuestras comunidades. Que la alegría de este tiempo jubilar quede sellada por el Espíritu Santo que ha animado también el transcurso de nuestra Asamblea diocesana que vivirá en esta jornada su gozosa culminación.

Este domingo, solemnidad de la Ascensión del Señor, celebramos la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales. Con el lema Escuchar con los oídos del corazón, la Iglesia destaca el papel indispensable de la comunicación para la vida plena: «Hay una buena noticia que debe ser comunicada y conocida para el bien de todos», tal y como proponen los obispos de la Comisión Episcopal para las Comunicaciones Sociales de la Conferencia Episcopal Española.

La buena noticia siempre es Jesús, y el camino para alcanzar la palabra adecuada siempre es el amor. Y, para ello, necesitamos aprender a escuchar, dejarnos tocar por la palabra de aquel que viene a nuestro encuentro en busca de un corazón generoso y de una mirada amable que sostenga su cansancio.

Escuchar es un verbo decisivo «en la gramática de la comunicación» y una condición imprescindible «para un diálogo auténtico», exhorta el Santo Padre para esta Jornada. En verdad, «estamos perdiendo la capacidad de escuchar a quien tenemos delante, sea en la trama normal de las relaciones cotidianas, sea en los debates sobre los temas más importantes de la vida civil».

El Evangelio es una llamada constante al corazón del otro, un camino empapado de servicio, un legado inmarcesible de amor. Pero el ardor evangelizador necesita una comunicación profunda, inseparable, real. Los cristianos hemos de comunicar la Verdad de una manera sana, delicada y constructiva. Pero esto solo es posible si escuchamos con los oídos del corazón, si despertamos nuestros sentidos a las necesidades de quienes nos hablan, si oímos a Dios en las voces laceradas de los hermanos.

Decía san Pablo que la fe «proviene de la escucha» (Rm 10,17). Una escucha paciente, afable y compasiva que «corresponde al estilo humilde de Dios», como recuerda el Papa Francisco, que «permite a Dios revelarse como Aquel que, hablando, crea al hombre a su imagen; y, escuchando, lo reconoce como su interlocutor». Dios ama al hombre: «Por eso le dirige la Palabra, por eso “inclina el oído” para escucharlo».

Y, para ello, es necesario escuchar a Dios en el silencio, que es una manera admirable de comunicar. Así lo enseñaba Santa Teresa de Calcuta cuando confesaba que «en el silencio Él nos escucha y habla a nuestras almas», pues «en el silencio se nos concede el privilegio de escuchar su voz». Y aunque sus tiempos y sus modos no son siempre los nuestros, hemos de vaciarnos de nuestras cosas para poder comunicarnos con Él; y, desde Él, a nuestros semejantes.

Esta Jornada preserva la necesidad que existe en la Iglesia de escuchar. Asimismo, nos recuerda que «no se comunica si antes no se ha escuchado», y que «no se hace buen periodismo sin una profunda capacidad de escuchar con el corazón», revelan los obispos de la comisión para las comunicaciones sociales.

Queridos comunicadores: le pido, de manera especial, a la Virgen María por vosotros, para que infunda su gracia sobre vuestros oídos, vuestras voces y vuestras manos, para que –en medio de las dificultades– podáis escuchar con los oídos de Dios hasta poder hablar con el eco compasivo de Su palabra.

Con gran afecto, os deseo un feliz domingo de la Ascensión.

Aliviar y acompañar hasta el final a quien sufre

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

mario iceta

 

 

 

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy perpetuamos que Cristo cura, cuida y acompaña a la persona que sufre: hoy celebramos la Pascua del Enfermo. Este VI Domingo de Pascua, fecha que cierra la Campaña que comenzó el 11 de febrero con la Jornada del Enfermo, nos anima a acercarnos –con sumo cuidado– al mundo de los enfermos, de sus familias y de los profesionales sanitarios y voluntarios que se dejan el alma en cada herida por sanar.

Acompañar en el sufrimiento: el corazón de este tema nos urge a dejar a un lado lo superfluo para aproximarnos a aquellos que están sumergidos en el aciago horizonte del sufrimiento. Ellos, quienes están librando una batalla contra la enfermedad, siempre han estado en el centro de la vida de la Iglesia. Porque Dios, de manera constante, sale al encuentro de los que sufren; y con más fuerza, aún, y con una delicadeza especial, posa su mano sobre esos corazones desgarrados que anhelan una sola palabra Suya para sanarse.

Cristo encomendó a su Iglesia la misión de cuidar a los enfermos «hasta el final de sus vidas, abrazando todas las consecuencias», recordaba el Papa Francisco en el marco de la XXX Jornada Mundial del Enfermo. En este sentido, «el testigo supremo del amor misericordioso del Padre a los enfermos es su Hijo unigénito». ¿Quién, sino Él, «recorría toda Galilea enseñando en las sinagogas, proclamando la Buena Noticia del Reino y sanando todas las enfermedades y dolencias de la gente» (Mt 4,23)?

La experiencia vivida durante estos dos últimos años con la pandemia de la Covid-19, tal y como rememoran los obispos de la Subcomisión de Acción Caritativa y Social de la Conferencia Episcopal Española, «nos ha mostrado nuestra vulnerabilidad» y, sobre todo, «nos ha hecho percibir la necesidad de acompañar a los que sufren cualquier tipo de enfermedad».

Hemos de tocar la carne sufriente de Cristo: acompañar su dolor, curarlo y ayudar a buscarle un sentido. Y el enfermo es, por encima de todo, el centro de nuestra caridad pastoral. El grito del hermano que sufre reclama nuestra presencia, nuestra mano, nuestra mirada: a veces, con la palabra; otras, con el silencio. Pero siempre con amor.

Incluso cuando no es posible curar, sostiene el mensaje de mis hermanos obispos, «siempre es posible cuidar, consolar y hacer sentir nuestra cercanía». Son muy convenientes la paciencia, la delicadeza, la quietud, el afecto y la misericordia. Así, prosiguiendo la huella compasiva del Padre (Lc 6, 36) y continuando la tarea que nos encomendó el apóstol Pedro, «hemos de estar dispuestos a dar razón de nuestra esperanza a todo el que nos la pida» (1 Pe 3, 15).

La fragilidad es una escuela de vida y de esperanza para aprender a vivir como solo Jesús vivió, y los sacramentos son la mano extendida del Padre donde encontrar el alivio que dé sentido al sufrimiento.

Queridos familiares, agentes sanitarios, voluntarios y miembros de los equipos de pastoral de la salud que acompañáis y cuidáis a diario de las personas que sufren: gracias por ser posada samaritana que refleja el rostro de Cristo, por dejaros tocar, por abrirle paso en vuestra propia vida al dolor del herido, por ser presencia esperanzada, cercanía constante y palabra habitada. Vuestro sí es el sí de María, al pie de la cruz.

Queridos enfermos: no estáis solos, tenéis un hogar abierto con vuestros nombres y aunque ahora, quizá, os cieguen el sufrimiento, la pesadumbre o la angustia, existe la esperanza verdadera y se llama Cristo. Y lo es, porque está deseando que os dejéis acoger en sus brazos para llevar, sobre Sus hombros, vuestro dolor: hasta que la pena alcance sosiego y se abra a la confianza y la paz, hasta darle el sentido del amor que –al caer de la tarde– anhela el corazón humano.

Hoy, en esta Pascua del Enfermo, nos acogemos a María, Salud de los enfermos y Consoladora de los afligidos. Que Ella, quien más sabe de fidelidad y de cuidado, nos enseñe a acompañar a quien sufre; para que seamos bienaventuranza en Sus manos y para que podamos mirar al Señor y escuchar cómo nos dice: «Estuve enfermo y me visitasteis» (Mt 25, 36).

Con gran afecto, pido al Señor que os bendiga.

Tiempo de Pascua, tiempo de Confirmación

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

mario iceta

 

 

 

Queridos hermanos y hermanas:

Inmersos en este precioso tiempo de Pascua, en el cual abrimos, de par en par, las puertas al Espíritu, recordamos la importancia del sacramento de la Confirmación.

El tiempo pascual es, por excelencia, el despertar a una vida nueva, un momento admirable para recibir –como los apóstoles en Pentecostés– el don del Espíritu Santo.

El fuego del Espíritu purifica el alma de quien lo contempla y edifica el corazón de quien lo recibe. Y su luz ilumina las tinieblas de aquellos rostros que han perdido el vestigio bondadoso y pródigo del Padre.

Fuego y luz, pasión y espera: un camino de alegría que nos impulsa a ser testigos de Jesucristo hasta los confines de la tierra. Porque la Confirmación infunde gozo, ilusión y expectativa; une más íntimamente a Cristo y a su Iglesia, renueva la esperanza y enriquece el porvenir con una fuerza que nada ni nadie puede parar.

Hoy deseo animar, de una manera muy especial, a todos aquellos que aún no habéis recibido el sacramento de la Confirmación, con el anhelo de que os abráis a la gracia del Espíritu; porque, a Su lado, aferrados a esa fuente de Agua viva, nunca quedaréis defraudados.

Un sacramento que, como el Bautismo, «imprime en el alma del cristiano un signo espiritual o carácter indeleble; por eso solo se puede recibir una vez en la vida». Así se lo recordaba el Papa Francisco a un grupo de jóvenes de Viterbo en Roma, en marzo de 2019, mientras les decía que «el Espíritu Santo te da la gloria que no enferma. ¡Sean valientes y sean firmes!».

Jóvenes y mayores: no tengáis miedo a recibir el sacramento de la Confirmación, ese signo visible de un don invisible que se hace verdad a través de la señal del Espíritu Santo. Hacedlo, y el Señor sostendrá vuestra entrega y vuestro compromiso para difundir, por todos los rincones del mundo, el buen olor de Cristo. Pero no tengáis miedo; pues, como ya predijo el Señor antes de su Pasión, «cuando os lleven para entregaros, no os preocupéis de qué vais a hablar; sino hablad lo que se os comunique en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu Santo hablará por vosotros» (Mc 13, 9-11).

Uno solo es el Espíritu, y está deseando posarse sobre vuestras debilidades y heridas para hacerlas, en Dios, fortalezas. Solo necesita vuestro paso, vuestro sí y vuestra mano, para que ese signo espiritual se haga imborrable en vuestra vidas.

Decía san Agustín que «según crece el amor dentro de ti, así crece también la belleza; porque el amor es la belleza del alma». Y, desde los ojos de la Belleza, deseo animaros a recorrer vuestros pasos con Él, a dejaros moldear por Su infinita paciencia y a haceros uno con Quien es verdaderamente la vida (Jn 14, 6).

La vida eterna, que brota del Padre, nos la transmite en plenitud Jesús en su Pascua por el don del Espíritu Santo. Así lo anticipa el Salmo 104, en comunión, con la fuerza inusitada del Paráclito: «Escondes tu rostro, y se espantan; les retiras el aliento y expiran, y vuelven a ser polvo; envías tu Espíritu y los creas, y renuevas la faz de la tierra» (Sal 104, 29-30).

El Espíritu nos ha sido dado como «prenda de nuestra herencia, para redención del Pueblo» (Ef 1, 14). Y hoy, una vez más, anhela prender vuestros corazones. Y desea hacerlo, también, desde la mirada de María: la llena de gracia que concibió por obra y gracia del Espíritu Santo para llevar a cabo su misión maternal como madre, hija y esposa.

Queridos amigos, que aún no habéis recibido el sacramento de la Confirmación: id al templo que es Cristo (Lc 2, 27), y pedid que venga sobre vosotros el don del Espíritu. Así, bajo Su unción, os convertiréis en signos de esperanza y podréis escuchar cómo Jesús os susurra al oído, y en nombre del Padre: «El que cree en mí, vivirá para siempre» (cfr. Jn 11, 25).

 

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

El Buen Pastor y las vocaciones al ministerio sacerdotal

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Hoy celebramos el Domingo del Buen Pastor, una jornada que nos invita a orar –de manera especial– por los sacerdotes que nos acompañan en el camino de la vida y por las vocaciones sacerdotales: para que el Señor suscite en el corazón de muchos jóvenes ese deseo de consagrarse a Él para que, a Su modo y desde sus frágiles manos, Jesús siga pastoreando su Iglesia; y para que generosamente respondan a su llamada a configurarse con Él en el ministerio sacerdotal.

«Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas» (Jn 10, 11). Jesús es el Buen Pastor, la puerta por la que se entra en el rebaño; y las ovejas escuchan Su voz, confían en Él sus vidas y lo siguen. Es una prueba de fe, y también de amor. Él, quien «no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos» (Mt 20, 28) da su vida, una y otra vez, por nosotros. Y solo nos pide que estemos a Su lado, que no abandonemos Su redil y que escuchemos Su voz que nos orienta firmemente en el camino de nuestra existencia.

Este precioso día que Dios nos regala trae a nuestra memoria la generosidad de tantos sacerdotes de Jesucristo que, a diario, derraman su vida allí donde el Padre ha edificado una morada con sus nombres. Pastores que dan la vida por sus fieles, que salen al encuentro de todos, que portan a Dios por los caminos más intransitables, que no descansan y están siempre disponibles, que se ofrecen como Cordero de Dios y que velan para que encontremos el camino que Jesús viene a mostrarnos.

Jesús nos cuida en su Iglesia. Por eso, hoy conmemoramos un domingo «de paz, de ternura y de mansedumbre», porque «nuestro Pastor nos cuida», tal y como recordaba el Papa Francisco en una homilía pronunciada un día como hoy, en mayo de 2020. «Cuando hay un buen pastor que hace avanzar, hay un rebaño que sigue adelante. El buen pastor escucha, conduce y cura al rebaño», revelaba el Santo Padre, con esa «ternura de la cercanía» de quien conoce a la perfección a cada una de sus ovejas y la cuida como si fuera única, «hasta el punto de que cuando llega a casa después de una jornada de trabajo, cansado, se da cuenta de que le falta una, sale a trabajar otra vez para buscarla y, tras encontrarla, la lleva consigo sobre sus hombros» (cf. Lc 15,4-5).

Os invito, en este día, a orar por esos sacerdotes santos que, en silencio y pese a sus limitaciones, en medio de la confusión y sin hacer ruido, se han desgastado y se desgastan por vosotros. Ojalá podamos acompañarlos y cuidarlos en el servicio que prestan en favor nuestro. Son pastores, a imagen del Buen Pastor, que acompañan hasta que el dolor del otro se haya ido del todo, hermanos que permanecen en silencio ante el herido el tiempo que haga falta, compañeros que predican la Palabra a tiempo y a destiempo (2 Tim 4, 2), y nos ofrecen diariamente el Amor incomparable de Dios que nos da vida en el altar.

«Llamaré a la oveja descarriada, buscaré a la perdida. Quieras o no, lo haré. Y aunque al buscarla me desgarren las zarzas de los bosques, pasaré por todos los lugares, por angostos que sean», proclamaba san Agustín en su Sermón 46, 2. 14. El obispo de Hipona, un apasionado de la verdad y de la belleza, confirmaba así cada sentido de su vocación: «Derribaré todas las vallas; en la medida en que me dé fuerzas el Señor, recorreré todo. Llamaré a la descarriada, buscaré a la perdida. Si no quieres tener que soportarme, no te extravíes, no te pierdas».

Si Jesús se deja tocar es para convertir a sus discípulos –que estaban desconcertados tras su entrega en la cruz– en testigos de la resurrección. Y a nosotros nos concede la gracia de testimoniar que esas heridas del Señor son signos de esperanza y de salvación.

En este mes de mayo lo ponemos todo en las manos de la Madre del Buen Pastor. Ella nos enseña a entregarnos cada día. Y a Ella le pedimos por las vocaciones al ministerio sacerdotal, para que siga llamando a muchos jóvenes a prolongar el ministerio de Cristo buen pastor, sacerdote y testigo de la verdad.

Danos, Señor, el agradecimiento que nunca abandona a su Pastor. Y que siempre podamos decir, a la luz del Salmo 22: «El Señor es mi pastor, nada me falta» (v.1).

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

Parroquia Sagrada Familia