Miércoles de ceniza: ayuno y oración por la paz

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

A las puertas de una nueva Cuaresma, ese camino de vuelta a la casa del Padre, despojamos de nuestro corazón la soberbia de creernos invencibles para volver a Dios, a la vida que nos quiere donar en la Pascua de Resurrección.

La Cuaresma «es un tiempo favorable para la renovación personal y comunitaria que nos conduce hacia la Pascua de Jesucristo muerto y resucitado», afirma el Papa Francisco en su mensaje para este tiempo litúrgico que ahora comenzamos. Una invitación que se hace llamada para no desfallecer ante las adversidades y para no cansarse de hacer el bien, pues «mientras tenemos la oportunidad, hagamos el bien a todos» (Ga 6,9-10a).

Ante los dolorosos acontecimientos que suceden en Ucrania, el Papa nos ha pedido que dediquemos el primer día de la Cuaresma, el miércoles de ceniza, a una jornada de ayuno y oración por la paz. Como afirma en el llamamiento: «Dios es Dios de paz y no de guerra; es Padre de todos, no sólo de algunos, que nos quiere hermanos y no enemigos».

En este volver a Dios de cada día con un espíritu entregado sin condiciones, hemos de cuestionarnos al inicio de la Cuaresma, qué limosna, qué ayuno y qué oración nos pide Dios para estos cuarenta días de entrega. La invitación de Dios a dejar de vivir entre las cenizas, nos abre la mirada hacia una senda nueva, hacia un cauce de inagotable belleza que nos lleva a la fuente «que mana y corre», aunque tantas veces debamos visitarla «cuando es de noche» (San Juan de la Cruz).

Estamos llamados a dejarnos modelar por su amor, como el barro en manos del alfarero. Y, así, en sus manos, dejarse hacer, prenderse en su llama, ser personas cántaro para dar de beber a los sedientos de hoy; ser sembradores de paz y reconciliación en nuestro entorno y hasta los confines del mundo. Estamos hechos para el fuego que siempre arde, para la eternidad del Cielo que encuentra, en la Mesa del altar, la plenitud de nuestras vidas y la fuente del amor y de la paz.

Y la Cuaresma, cuarenta días para crecer en el amor a Dios y al prójimo, antes del Domingo de Resurrección que establece el final de la Semana Santa, cuarenta ocasiones para reencontrarse con la mirada compasiva del Amado, da sentido a nuestra fragilidad, a nuestro barro y a nuestras heridas. Porque, en algunos momentos, este tiempo de gracia nos obliga a abrazar la cruz y a descoser el caparazón de nuestras comodidades para comprender los sentimientos de Cristo. «¿Qué corazón habrá tan de piedra que no se parta de dolor (pues en este día se partieron las piedras) considerando lo que padeces en esta cruz?», revelaba san Pedro de Alcántara, ante este gran misterio del amor derramado.

En este andar acompasado hacia la Resurrección, hemos de entender que la Cruz no es una derrota; es el renacer de nuestra esperanza, es la victoria de Cristo, es el triunfo del Amor y del perdón. Y ahí brota el sentido de la Cuaresma: en un volver el rostro para mirar a Dios, en un cambiar de rumbo nuestras expectativas, en un continuo despertar a la voz de la Providencia que endereza nuestros caminos.

En este peregrinar cuaresmal, la Palabra de Dios y los sacramentos van acrisolando nuestra vida. Acerquémonos al altar, sin miedo: la donación de Cristo en la Eucaristía nos hará pasar del sufrimiento a la libertad, de la desesperación al consuelo, de la muerte a la vida, de la guerra y la discordia a la paz y la concordia. Acojamos la misericordia de Dios en el sacramento de la reconciliación; hagamos de nuestro corazón el lugar donde Dios y el prójimo encuentran cabida.

La resurrección de Cristo «anima las esperanzas terrenas con la “gran esperanza” de la vida eterna e introduce ya en el tiempo presente la semilla de la salvación» (cf. Benedicto XVI, Spe salvi, 3; 7). En este sentido, el Santo Padre anima, para esta Cuaresma, a que no nos cansemos de orar, ni de extirpar el mal de nuestra vida, ni de hacer el bien en la caridad activa hacia el prójimo. La Cuaresma, revela, «nos recuerda cada año que el bien, como el amor, la justicia y la solidaridad, no se alcanzan de una vez para siempre; han de ser conquistados cada día».

Por todo ello, afianzados en la Virgen María, aquella que «conservaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón» (Lc 2,19), meditemos sobre cuál es el fruto de nuestra limosna, cuánto es el precio de nuestro ayuno y qué colma de sentido nuestra oración. Solo así, adentrándonos en el amor del corazón de Jesús, podremos caminar con Él en los desiertos que en muchas ocasiones debemos atravesar en nuestra vida. Ayunemos y oremos de modo particular este miércoles de ceniza por la paz en el mundo y de modo particular en la vecina Ucrania.

Con gran afecto, os deseo un feliz inicio de la Cuaresma.

La inagotable belleza del matrimonio

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

mario iceta

 

 

 

 Queridos hermanos y hermanas:

A la luz del lema Matrimonio es más, la Subcomisión para la Familia y la Defensa de la Vida, de la Conferencia Episcopal Española, ha celebrado durante estos días la Semana del Matrimonio.

Esta iniciativa, enmarcada dentro del contexto del Año de la Familia Amoris Laetitia, convocado por el Papa Francisco, desea hacer presente la alegría del amor familiar. Y, desde ahí, desde la belleza del matrimonio, siendo consciente de la importancia que tiene la preparación a este sacramento del amor eterno, quisiera haceros llegar algunas palabras acerca de esta vocación. Porque el matrimonio es, una vocación, una llamada; es un tiempo apasionante de gracia y de plenitud, un momento decisivo y trascendental de la vida de la persona. Es un camino apasionante que, recorrido de la mano de Dios, hace crecer a cada persona hasta la medida de Cristo esposo y la Iglesia esposa. Es una promesa que nace del amor de Dios: un amor gratuito que conlleva, como todo amor, sacrificio, entrega y fortaleza, que desborda los límites de la familia y construye los cimientos de la Iglesia y de la sociedad.

El amor verdadero es un don que desborda todos los límites. Y, en este sentido, es esencial recorrer este camino sostenido por la oración y la recepción de la gracia que nunca falta; un sendero sacramental que encuentre en la cima el rostro sonriente del Amado, Cristo.

En este camino, los cónyuges desean construir un solo hogar donando sus dos vidas; perciben la vocación al amor y han de tomar conciencia de esta llamada, para dar una respuesta –desde el amor humano– al don divino. Porque aprender a amar consiste en recibir el Amor, percibir que uno es amado siempre por Dios y abrirse a ese misterio. Es un Dios que se dona y nos llama a compartir su misterio de amor. Él nos amó primero (1 Jn 4, 19); y, quien es amado, ama, y ama intensamente.

Y desde esta clave, que es capaz de sanar cualquier corazón herido para construir de cara al infinito, hemos de tener presente la dimensión comunitaria y litúrgica del matrimonio cristiano. Así, es preciso enseñar a los novios y a los esposos a abrirse al misterio del Creador. En este sentido, así como hemos sido creados por y para el amor (Mt 22, 34–40), hemos de concebir que el matrimonio no nace primariamente de nuestra voluntad, sino que es la respuesta a una vocación, a una invitación de Alguien que ya ha diseñado lo que es el amor humano y lo ha plasmado en nuestra existencia y en nuestro modo de ser.

El amor de los esposos es humano, fiel, exclusivo y fecundo. Es un amor que no excluye ninguna dimensión de la persona. Nunca debemos olvidar que amar esponsalmente es donarse y recibir a la otra persona. «No hay amor más grande que el que da la vida» (Jn, 13_17), dice el Señor. Y hacerlo acompañando las heridas de la fragilidad y de los afectos, cuando más gritan el cansancio, la rutina y la inconstancia, tiene más sentido aún.

«Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en Él» (1 Jn, 4, 16). Una invitación que nos llama a vivir la espiritualidad matrimonial. Y qué necesario es abrazar la virtud de la esperanza, sentir la compañía de la Iglesia y celebrar juntos los sacramentos que son siempre fuente de vida y de sanación. Y pongo un especial hincapié en la Eucaristía, que es la carne para la vida del mundo: «Si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros», dice el Señor. Él es el Pan de Vida, y si no comemos de él, no podremos caminar.

La familia construye la Iglesia, y es la célula básica de la sociedad. Un amor que conoce, a la perfección, la Santísima Virgen María: la esposa del Espíritu Santo, que hace que conciba al Hijo del eterno Padre en una humanidad tomada de la suya. Queridos matrimonios: que María y José sean modelo y fuente de inspiración para vosotros, quienes habéis respondido –en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad– la llamada a amaros y respetaros todos los días de vuestra vida.

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga. Feliz domingo.

Con Manos Unidas siempre en el corazón

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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 Queridos hermanos y hermanas:

Quien ama de verdad, «no busca su propio interés» y «no tiene en cuenta el mal recibido». Quien está dispuesto a poner su vida en juego por amor, «todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera y todo lo soporta» (1 Corintios 13, 4-7).

Hoy, con el deseo de colmar de caridad tanto abrazo vacío, celebramos la 63a Campaña Contra el Hambre de Manos Unidas. Y anhelo, en esta jornada nacional, que nadie quede atrás y que seamos semillas de fraternidad, sembradas allí donde más seco permanezca el horizonte.

Nuestra indiferencia los condena al olvido, reza el lema de este año que, de una manera especial, nos invita a tener muy presentes a los millones de personas que padecen hambre. Un mensaje que nos llama a compadecernos de –y con– los necesitados, a dejarlo todo para posar nuestra mirada en las manos del pobre y a tomar conciencia de la desigualdad que alimenta esta terrible herida de la humanidad.

La pandemia del coronavirus ha puesto a prueba nuestra fe y ha despertado nuestra conciencia adormecida ante un mundo que espera, tras el paso generoso de nuestra vida, revestirse con la túnica del buen samaritano. Así, con Manos Unidas, hemos de luchar para acabar con el muro de la indiferencia y de la desigualdad, que condena al olvido a más de mil millones de personas que sobreviven hambrientas y empobrecidas.

Desde esta organización católica, aseguran que la actual crisis social y sanitaria (que ha venido a sumarse a la crisis económica y medioambiental, que ya convertía la vida de millones de personas en un doloroso desafío) «empujará a otros quinientos millones de personas a la pobreza». Una evidencia desgarradora que denuncia un dolor que, en demasiadas ocasiones, habita dormido, y que esconde rostros de seres humanos que lamentablemente «no tenemos tiempo de mirar ni de tener presentes». Y, ante un escenario así, donde parece que la desigualdad se ha convertido en el pan nuestro de cada día… ¿Qué podemos hacer nosotros?

Queridos hermanos y hermanas: esta tarea ha de empezar por uno mismo, por un «yo» desprendido que se abra a un «tú» necesitado. Sin reservas que paralicen lo ofrendado, sin pretextos que apaguen lo prendido, sin condiciones que desvivan lo vivido.

¿Cómo? Poniendo al hermano por delante de uno mismo, reformando profundamente las actuales condiciones socioeconómicas que no reparte equitativamente los recursos, haciendo todo lo posible por superar la precariedad laboral, fomentando una nueva mentalidad y formas políticas que combatan la desigualdad…

El desafío es entregarse, perpetuar la caridad y amar hasta el extremo. Como hoy nos invita Manos Unidas: combatiendo la desigualdad de tanta cifra sin rostro y sin nombre. Los proyectos de Manos Unidas combaten el hambre, la desnutrición, la miseria, la enfermedad, la falta de educación, la desigualdad, la injusticia.

La Palabra de Dios, que se encarna en la mirada de la Virgen María, nos invita a abandonar lo que se opone a la verdadera felicidad del ser humano. María hace presente la misericordia de Dios, que se entregó en Cuerpo y Alma para hacerse uno de nosotros. A Ella nos encomendamos. Sigamos el rastro de esa preciosa estela: para que nadie se quede atrás, para que nuestros hermanos más pobres no sean olvidados y para que los «desheredados» de la Tierra encuentren refugio seguro en nuestros corazones.

Que la pobreza y el hambre no sean invisibles depende de mí, y también de ti. Y aún estamos a tiempo…

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga y os deseo un feliz domingo.

Jornada Mundial del Enfermo: donde Cristo muere y resucita cada día

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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 Queridos hermanos y hermanas:

«La misericordia es el nombre de Dios por excelencia». Hoy decido permanecer ahí, a la luz de estas palabras que el Papa Francisco expresa en su mensaje para la XXX Jornada Mundial del Enfermo (que celebramos el 11 de febrero).

Cada vez que se acerca esta jornada, instituida hace 30 años por el Papa san Juan Pablo II para sensibilizar sobre la necesidad de acompañar a los enfermos, a sus familias y a quienes los cuidan, me interpelan las manos, los ojos y el corazón de quienes son capaces de reconocer en los que sufren el rostro de Cristo. Su desbordante compromiso por hacer, del amor, el primer mandamiento, entreteje el amor mismo de Dios.

Desde esa mirada nace el lema que el Santo Padre propone para este año: «Sed misericordiosos así como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6,36). Estar al lado de los que sufren en un camino de caridad. Es tan necesario, en estos momentos, el amor que se hace carne en el cuidado, en la delicadeza y en la compasión, que no podemos andar por la vida sin tocar la carne sufriente de Cristo en los hermanos.

Recuerdo, en este sendero amurallado de caridad, a tantos santos y santas que –con su ejemplo– han dejado una huella imborrable en la Iglesia por su asombroso y ejemplar cuidado a los más débiles. Camilo de Lelis, Teresa de Calcuta, Juan de Dios, Damian de Molokai,… Estos, como tantos otros, a ejemplo del Maestro, también recorrieron las calles, proclamaron la Buena noticia del Reino y sanaron las enfermedades y las dolencias de la gente (Mt 4, 23). Su inabarcable legado en pro de los sufrientes se resume en una preciosa frase de la Madre Teresa de Calcuta: «La mayor miseria consiste en no saber amar».

 El Señor, con su inagotable amor, bordó la primera huella. Nosotros, ahora, hemos de seguir cada trazo de su andar, siendo conscientes de que «solo un Dios que nos ama hasta tomar sobre sí nuestras heridas y nuestro dolor, es digno de fe» (Benedicto XVI).

 El testigo supremo del amor misericordioso del Padre a los enfermos es su Hijo unigénito, Jesús, recuerda el Papa Francisco en su mensaje para este año. Detalle primordial que nos revela que «cuando una persona experimenta en su propia carne la fragilidad y el sufrimiento a causa de la enfermedad, también su corazón se entristece, el miedo crece y los interrogantes se multiplican».

Y, desde ese trascendental misterio, hago memoria de todos y cada uno de los agentes y centros sanitarios y asistenciales que, bañados de misericordia, ofrecen a los enfermos y a sus familias los cuidados, la cercanía y los detalles necesarios para estar en paz. A vosotros os dedico todo mi cariño y admiración, y os ofrezco humildemente mi mano para todo cuanto yo pudiera aportar.

Los cristianos estamos llamados, de manera especial, a amar al prójimo, a curar sus heridas, a acompañar su dolor, a custodiar su dignidad. Somos una comunidad de consolación, un ministerio que se pone en práctica con la parábola del Buen Samaritano: ese modelo de cuidado que nace de las manos de Jesús es la hoja de ruta que debemos seguir quienes confiamos en que, en la enfermedad, está presente Cristo crucificado y resucitado.

A vosotros, queridos enfermos y a los custodios de la salud, os encomiendo en el corazón de la Virgen María. Con Ella, la Madre de Cristo, «que estaba junto a la cruz, nos detenemos ante todas las cruces del hombre de hoy» (Salvifici doloris, 31). Ella, Salud de los enfermos, a quien llamamos bienaventurada todas las generaciones (Lc, 1.28; 42-43; 48), intercede para que sepamos reconocer en los que sufren el rostro mismo de Cristo.

Que este santo apostolado de la caridad –que celebramos, de manera especial, el día de la Bienaventurada Virgen María de Lourdes– sea el hogar donde nuestro corazón repose, hasta que abrace –al atardecer de la vida– el corazón misericordioso del Padre.

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

La vida consagrada en vísperas de la fase final de la Asamblea Diocesana

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Este próximo sábado cinco de febrero comienza en nuestra Archidiócesis la fase final de la Asamblea diocesana con una Eucaristía que tendré el gusto de presidir a las diez de la mañana en nuestra catedral. Estáis todos invitados. Os ruego que nos sostengáis con vuestra oración continua en vuestras familias, parroquias y comunidades pidiendo la asistencia permanente del Espíritu Santo.

Como preludio a esta fase final, celebramos el próximo miércoles dos de febrero la jornada de la vida consagrada. «Si quieres conocer a una persona, no le preguntes lo que piensa sino lo que ama». Detrás de este precioso pensamiento de san Agustín, siempre he visualizado a las personas consagradas, que se dejan cautivar por la mirada de Jesús para enamorarse eternamente del Amado.

A la luz del lema «Caminando juntos», la Iglesia celebra esta Jornada, coincidiendo con la fiesta de la Presentación del Señor. Un lema que supone hacer camino de manera inseparable y que inspira la razón de ser de nuestra Asamblea diocesana y que resuena en la fase del sínodo de los obispos que estamos celebrando en nuestra archidiócesis.

Los obispos de la Comisión Episcopal para la Vida Consagrada invitan, en su mensaje para esta celebración, a «volver la mirada al mismo Jesús» que «se proclamó camino, verdad y vida» (Jn 14, 6). En este sentido, haciendo alusión a unas palabras pronunciadas por el Papa emérito Benedicto XVI, recuerdan que «los consagrados son buscadores y testigos apasionados de Dios en el camino de la historia y en la entraña de la humanidad». Para la vida consagrada, escriben, «la invitación a caminar juntos supone hacerlo en cada una de las dimensiones fundamentales de la consagración, la escucha, la comunión y la misión».

Consagrarse para escuchar a Dios y para, en plena comunión, percibir cada uno de los sentires de la misión. Así late la vida consagrada que tanto bien hace a la Iglesia, y que la enriquece «con sus virtudes y carismas», hasta mostrar al mundo –como apuntan los obispos– el «testimonio alegre de la entrega radical al Señor».

Cuánta belleza encierra el caminar juntos en la consagración, en la escucha de la Palabra de Dios, en la comunión y en la misión. Un andar habitado, el de la vida consagrada, que es testimonio de alegría, de entrega, de gratitud, de lealtad y de amor. Sobre todo de amor. Un amor que se da sin descanso, en el silencio sonoro de la oración, y entre los trazos de un servicio donado a Dios y a todos los hermanos, particularmente a los más sufridos y necesitados.

En este sendero enarbolado de belleza podemos recordar las palabras del Papa Francisco, en 2014, a los consagrados, cuando confesó que están llamados a ser en la Iglesia y en el mundo «expertos en comunión, testigos y artífices de aquel proyecto de comunión que constituye la cima de la historia de la humanidad según Dios». Porque ellos, con su ejemplo, nos enseñan que la flaqueza que se da en la humildad «es la mayor fortaleza» (San Agustín, CS 92,6) y que el fruto que nace de sus manos solo se construye con amor. Porque han descubierto el mayor tesoro y se han dejado seducir por la mirada de Dios que les llama a un seguimiento cercano e incondicional.

La Virgen María, modelo de fecundidad y compromiso, ayuda a seguir las huellas de Cristo en este caminar juntos. Como lo hace la vida consagrada, sanando heridas, poniendo corazón y manos en la tarea, y rescatando a quienes perdieron la vista con la piel del barro herido.

Queridos hermanos y hermanas que constituís el hermoso tesoro de la vida consagrada en nuestra Iglesia diocesana: vosotros edificáis amorosamente el Cuerpo de Cristo. Asimismo, sois «testigos del Reino en medio del mundo», tal y como recalcan los obispos en su mensaje para esta Jornada. De esta manera, «soñando, rezando y participando juntos, contribuís decisivamente para que la Iglesia sinodal no sea un espejismo», sino «un verdadero sueño que pueda hacerse realidad». A vuestra oración nos encomendamos para que encontremos a Dios caminando con nosotros y podamos decir, como san Agustín, «por amor de tu amor, hago lo que hago» (Conf. 2, 1).

Con gran afecto, vuelvo a pedir vuestra oración para que el Señor colme de frutos de santidad y ardor evangelizador nuestra Asamblea diocesana.

Parroquia Sagrada Familia