El Buen Pastor y las vocaciones al ministerio sacerdotal

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Hoy celebramos el Domingo del Buen Pastor, una jornada que nos invita a orar –de manera especial– por los sacerdotes que nos acompañan en el camino de la vida y por las vocaciones sacerdotales: para que el Señor suscite en el corazón de muchos jóvenes ese deseo de consagrarse a Él para que, a Su modo y desde sus frágiles manos, Jesús siga pastoreando su Iglesia; y para que generosamente respondan a su llamada a configurarse con Él en el ministerio sacerdotal.

«Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas» (Jn 10, 11). Jesús es el Buen Pastor, la puerta por la que se entra en el rebaño; y las ovejas escuchan Su voz, confían en Él sus vidas y lo siguen. Es una prueba de fe, y también de amor. Él, quien «no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos» (Mt 20, 28) da su vida, una y otra vez, por nosotros. Y solo nos pide que estemos a Su lado, que no abandonemos Su redil y que escuchemos Su voz que nos orienta firmemente en el camino de nuestra existencia.

Este precioso día que Dios nos regala trae a nuestra memoria la generosidad de tantos sacerdotes de Jesucristo que, a diario, derraman su vida allí donde el Padre ha edificado una morada con sus nombres. Pastores que dan la vida por sus fieles, que salen al encuentro de todos, que portan a Dios por los caminos más intransitables, que no descansan y están siempre disponibles, que se ofrecen como Cordero de Dios y que velan para que encontremos el camino que Jesús viene a mostrarnos.

Jesús nos cuida en su Iglesia. Por eso, hoy conmemoramos un domingo «de paz, de ternura y de mansedumbre», porque «nuestro Pastor nos cuida», tal y como recordaba el Papa Francisco en una homilía pronunciada un día como hoy, en mayo de 2020. «Cuando hay un buen pastor que hace avanzar, hay un rebaño que sigue adelante. El buen pastor escucha, conduce y cura al rebaño», revelaba el Santo Padre, con esa «ternura de la cercanía» de quien conoce a la perfección a cada una de sus ovejas y la cuida como si fuera única, «hasta el punto de que cuando llega a casa después de una jornada de trabajo, cansado, se da cuenta de que le falta una, sale a trabajar otra vez para buscarla y, tras encontrarla, la lleva consigo sobre sus hombros» (cf. Lc 15,4-5).

Os invito, en este día, a orar por esos sacerdotes santos que, en silencio y pese a sus limitaciones, en medio de la confusión y sin hacer ruido, se han desgastado y se desgastan por vosotros. Ojalá podamos acompañarlos y cuidarlos en el servicio que prestan en favor nuestro. Son pastores, a imagen del Buen Pastor, que acompañan hasta que el dolor del otro se haya ido del todo, hermanos que permanecen en silencio ante el herido el tiempo que haga falta, compañeros que predican la Palabra a tiempo y a destiempo (2 Tim 4, 2), y nos ofrecen diariamente el Amor incomparable de Dios que nos da vida en el altar.

«Llamaré a la oveja descarriada, buscaré a la perdida. Quieras o no, lo haré. Y aunque al buscarla me desgarren las zarzas de los bosques, pasaré por todos los lugares, por angostos que sean», proclamaba san Agustín en su Sermón 46, 2. 14. El obispo de Hipona, un apasionado de la verdad y de la belleza, confirmaba así cada sentido de su vocación: «Derribaré todas las vallas; en la medida en que me dé fuerzas el Señor, recorreré todo. Llamaré a la descarriada, buscaré a la perdida. Si no quieres tener que soportarme, no te extravíes, no te pierdas».

Si Jesús se deja tocar es para convertir a sus discípulos –que estaban desconcertados tras su entrega en la cruz– en testigos de la resurrección. Y a nosotros nos concede la gracia de testimoniar que esas heridas del Señor son signos de esperanza y de salvación.

En este mes de mayo lo ponemos todo en las manos de la Madre del Buen Pastor. Ella nos enseña a entregarnos cada día. Y a Ella le pedimos por las vocaciones al ministerio sacerdotal, para que siga llamando a muchos jóvenes a prolongar el ministerio de Cristo buen pastor, sacerdote y testigo de la verdad.

Danos, Señor, el agradecimiento que nunca abandona a su Pastor. Y que siempre podamos decir, a la luz del Salmo 22: «El Señor es mi pastor, nada me falta» (v.1).

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

Con María en el alma y el trabajo digno en el corazón

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Hoy comenzamos el mes de mayo, el más bello de los meses, el mes de María. A Ella, nuestro fiel consuelo, nuestra Madre que ofreció su vida al cuidado de Jesús y que constantemente cuida de nosotros, le dedicamos –como ningún otro día– cada segundo de este mes.

Y lo hacemos con la celebración del Día de la Madre. Porque el corazón de una madre es lo más parecido al corazón de la Virgen María. Es esa tierra sagrada donde entran todos, donde nadie se queda aparte, donde se derrocha un amor que nunca termina.

En este mes, María desea volver a juntar a todos sus hijos que, por distintas circunstancias de la vida, se han separado. Es la intercesora que edifica continuamente la Iglesia; que aúna lo alejado, que cura lo herido y que repara lo quebrado.

Y en Ella ponemos, una vez más, nuestra esperanza, para que –como sucedió en Caná de Galilea– vuelva la alegría a nuestra vida después de la prueba. Hagámoslo sin miedo, dejándonos guiar por Su mano, aunque despunte el camino de la cruz que, al atardecer, nos llevará al consuelo de la resurrección.

Es la petición que, una y otra vez, nos hace el Papa Francisco: «Contemplar juntos el rostro de Cristo con el corazón de María, nuestra Madre, nos unirá todavía más como familia espiritual y nos ayudará a superar la prueba» (Carta del Santo Padre a todos los fieles para el mes de mayo de 2020). Qué importante y consolador es sentirnos hermanos, vinculados –en un mismo amor de Dios– los unos con los otros en el camino de la vida.

Hoy, además, bajo el amparo de Santa María la Mayor, celebramos en nuestra Iglesia diocesana la Pascua del Trabajo. Una jornada que nace con el deseo de hacer prevalecer, por encima de todo, la dignidad del trabajo, del que participamos todos, como cooperación a la obra creadora de Dios.

Conscientes de que cualquier injusticia que se lleve a cabo contra el trabajador hunde y deteriora la propia dignidad de la persona, hemos de tener presente que la misión de la Iglesia no termina en la puerta del templo. Cada uno de nosotros somos responsables de la importancia del trabajo, tanto para la vida de las personas, como para el cuidado del prójimo y la construcción de una sociedad fraterna. Y si este no se realiza en condiciones dignas, no viene de Dios.

Un asunto clave de la ética social «es el de la justa remuneración por el trabajo realizado», tal y como señalaba el Papa san Juan Pablo II en su encíclica Laborem exercens (p. 19). En este sentido, este Papa santo, entrañable y amigo incondicional de las causas justas, se aferró a la Doctrina Social de la Iglesia para recordar que el ser humano es el centro de toda cuestión económica, política o social, así como que la persona es inmensamente más grande que todas las cosas.

El Papa san Juan XXIII, en su encíclica Mater et magistra, también evocaba que la remuneración del trabajo «no puede verse como una simple mercancía, en tanto el mismo se relaciona directamente con el ser humano, ya que es la fuente de su decoroso sustento».

Trabajo y persona, persona y trabajo: dos vertientes que han de mantenerse adheridas bajo el velo de la dignidad.

Y celebrar una jornada de oración especial por el mundo del trabajo, al que todos pertenecemos, de una u otra forma, nos ayuda a caminar hacia un Reino fundado en torno a la dignidad de la persona y la realidad del bien común que se deriva de ella, y que nos hace más justos, más caritativos, más solidarios, más hermanos y, sobre todo, más humanos.

Que esta Pascua del Trabajo que celebramos en este mes de mayo nos ayude a ponerle nombre y rostro a la fragilidad de los más vulnerables. Lo ponemos en el corazón de la Virgen María. Ella, que sabe mucho de amor, de constancia y de entrega, jamás se cansa de cuidarnos mientras perseveramos en la tarea hacia la edificación de una sociedad más equitativa, más misericordiosa y más fraterna. Y, cuando creas que la injusticia te vence, reza como si todo dependiera de Dios y trabaja como si todo dependiera de ti.

Con gran afecto, os deseo un feliz día de la Madre y de la Pascua del trabajo.

La misericordia de Dios empapa la tierra

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

«Dios es misericordioso y nos ama a todos. Y cuanto más grande es el pecador, tanto más grande es el derecho que tiene a mi misericordia» (Diario, 723). Con este mensaje de Santa Faustina Kowalska latiendo con fuerza en mi recuerdo, celebramos hoy –con infinito gozo pascual– el Domingo de la Divina Misericordia.

La misericordia cambia el mundo, «lo hace menos frío y más justo», como ha manifestado, en más de una ocasión, el Papa Francisco. Porque el rostro de Dios es el rostro de la misericordia, el de un Padre que conoce de la primera a la última de nuestras debilidades y, sin embargo, las convierte en perdón hasta que regresemos para morar en Su presencia.

La misericordia alimenta la compasión, destierra el orgullo, la egolatría y la soberbia; nos hace, a la medida del amor de Dios, menos egoístas y más humanos.

La misericordia es sensible al dolor del hermano y al sufrimiento del herido, y vislumbra –en el corazón llagado– una tierra sagrada donde es necesario habitar para sembrar paz, sosiego y armonía.

Ciertamente, como escribió el profeta Jeremías, «el amor del Señor no tiene fin, ni se han agotado sus bondades. Cada mañana se renuevan; ¡qué grande es su fidelidad!» (Lam 3, 22-23).

Necesitamos la misericordia, estamos tan necesitados de actos de bondad y de compasión… Pero, para llegar a entender el corazón de su mensaje, hemos de abrazar la cruz de Cristo: el reflejo más grande de Su amor por cada uno de nosotros. Un camino que nos lleva a esa Resurrección que hemos de celebrar cada día: en nuestras familias, tareas ordinarias y ocupaciones. Hemos de ser compasivos; tanto como Dios espera de nosotros –hijos escogidos y preferidos– hasta que seamos signos vivos de Su amor.

Dios «ha elegido ser misericordioso con su pueblo» y, por tanto, «la misericordia es una expresión de quién es Él y su amor por nosotros” (Ex 34, 6- 7). Una mirada que se encarna en el mensaje que santa Faustina recibió de Jesús y que escribió en una de las páginas de su diario: «La humanidad no encontrará paz, hasta que no recurra con confianza a mi misericordia». Y, por eso, es tan importante que pidamos a Cristo que infunda el don de la misericordia en nuestra vida: perdonando a quien nos hiere, consolando al que sufre en soledad, acercándonos a los márgenes, siendo pacientes con quienes nos esperan para volcar sobre nuestras espaldas su agonía y amando a quienes se hacen pasar por nuestros enemigos.

Es la llama que dejó encendida el Papa san Juan Pablo II, en 2002, durante una visita a Polonia, su tierra natal: «Es preciso transmitir al mundo este fuego de la misericordia, porque en la misericordia de Dios el mundo encontrará la paz, y el hombre la felicidad». Paz y felicidad: dos caras que los cristianos debemos llevar impresas en una misma moneda, para así anunciar el derroche de amor que portamos como en vasijas de barro.

Queridos hermanos y hermanas: somos enviados –como Pueblo de Dios– para reparar la Casa del Señor; cuenta con nosotros para que restauremos las grietas del Reino y vivamos como Él vivió (Cor 5, 15).

Y me aferro a las palabras pronunciadas por el Papa emérito Benedicto XVI, cuando dijo que no se comienza a ser cristiano «por una decisión ética o una gran idea», sino «por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva».

El Hijo de Dios quiere recordarnos hoy que ha asumido nuestra carne, y así nos ama; siendo débiles, frágiles y quebradizos, pero misericordiosos.

Pase lo pase, solo el amor permanece. Lo entendemos si miramos a María, la Madre de la Misericordia, la mirada enamorada de Dios que viene a inundar de esperanza un mundo entristecido. Mirémosla, y descubriremos que Ella nos ayuda a vivir con entrañas de misericordia.

Seamos misericordiosos, como también lo es nuestro Padre (Lc 6, 36), hasta que empapemos de bondad la tierra y hasta que vayamos por cañadas oscuras y nada temamos al descubrir que la bondad y la misericordia del Señor nos acompañan todos los días de nuestra vida (Sal 22).

Con gran afecto, os deseo un feliz Domingo de la Divina Misericordia.

¡Cristo, el crucificado, ha resucitado!

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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La promesa, una vez más, se convierte en certeza… ¡Feliz Pascua de Resurrección! ¡Cristo, el crucificado, ha resucitado!

Hoy, cuando celebramos que el Señor ha pasado de la muerte a la vida plena, contemplamos las llagas impresas en sus manos, en sus pies y en su costado y descubrimos –en ellas– el sello perpetuo de su amor, de su entrega y de su fidelidad.

Jesús ha derrotado definitivamente el dolor y la muerte. Y también a nosotros, como a las santas mujeres que acudieron apesadumbradas al sepulcro, Él nos recuerda las mismas palabras que aquel día les dijo el ángel: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado» (Lc 24, 5-6).

Hoy, mientras medito el paso del Señor por mi vida, vuelvo a preguntarme qué le hizo a Jesús vivir como vivió, sufrir como sufrió. Y la respuesta es su infinito amor por nosotros. En el silencio de su Madre, en las lágrimas calladas de Juan, en la negación de Pedro, en la mirada confundida del Cireneo, en la rabia desatada del soldado brotan la esperanza y la vida. Ahí, donde más cuesta la fe, en ese rastro de esperanza donde se fragua el único y verdadero sentido del amor, brota la resurrección. 

San Pablo nos dice que «Aquel que ha resucitado a Jesús, devolverá asimismo la vida a nuestros cuerpos mortales». Es la dichosa conclusión del drama de la Pasión y la insondable alegría que sigue al dolor. Es la novedad de vida y de la nueva creación. Y así debemos vivir, aferrados a la fe y a la esperanza de aquellos que vieron a Jesús resucitado, que compartieron con Él el pan, que lo tocaron con sus manos y que se dejaron seducir por Su mirada.

«Si Jesús ha resucitado y, por tanto, está vivo, ¿quién podrá jamás separarnos de Él?», señalaba el Papa emérito Benedicto XVI en su homilía del Domingo de Pascua de 2009. Y, en verdad, si nuestro camino está marcado por Sus huellas, ¿quién podrá privarnos de Su amor, que ha vencido al odio y ha derrotado la muerte?

A veces, solo hace falta releer la historia y volver al pesebre para entender que, pase lo que pase, la muerte se ha convertido en servidora humilde de la vida (Jn 11,25). Es el misterio «de la piedra descartada», como señaló el Papa Francisco en la Plaza de San Pedro, el 16 de abril de 2017, que termina siendo «el fundamento de nuestra existencia».

Es el camino del Amor: un horizonte de cruz y, a la vez, un sendero admirable por donde dejarnos conquistar. Porque la resurrección de Cristo da sentido al sufrimiento, al latir angosto de tantas y tantas incomprensiones, a las caídas, a los miedos y a los pasos inciertos que nos acompañan en los días más aciagos. 

No olvidéis que cada retazo de fragilidad tiene sentido, incluso aunque a veces no seamos capaces de entenderlo del todo. Ya lo predijo san Pablo en su carta a los Colosenses: «Si habéis resucitado con Cristo vuestra vida, entonces os manifestaréis gloriosos con Él» (Col 3, 1-4).

Queridos hermanos y hermanas: la Luz ha disipado la oscuridad y el sol radiante del amanecer devuelven la vida y el color a toda la creación llenándola de su sentido verdadero. Y el Señor lo ha hecho desde la humildad y la aparente derrota a los ojos humanos. Porque ahí, en la debilidad, con la fuerza de la verdad, de la belleza y del amor, nace nuestra esperanza.

Con María, la Madre del Resucitado, os animo a vivir en plenitud y para siempre como resucitados. Que el anuncio de la Pascua se propague en vuestros corazones y seáis, con la alegría que ha de revestirnos a los cristianos, un jubiloso canto de las maravillas que Dios quiere realizar con cada uno de nosotros.

Con gran afecto, os deseo una feliz Pascua de Resurrección.

Domingo de Ramos: acoger al Rey humilde y servidor

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, con la festividad del Domingo de Ramos, nos sumergimos en el misterio del amor de Dios, que es la Semana Santa. Un año más, Jesús entra en Jerusalén, en medio de una multitud que alfombra el camino por el que pasa y que lo aclama como Mesías. Y entra de un modo sorprendente: montado en un pollino, como Rey humilde y servidor, como Rey que viene a entregar la vida.

La historia nos recuerda que Dios nos salvó sirviéndonos, y nos sirvió dando por entero su vida por nosotros. Servir y darse, sin reservas y por amor, hasta la última gota de su sangre. Así fue, de principio a fin, el camino que recorrió el Señor; desde un día como el de hoy, pasando por la estremecedora Pasión, hasta alcanzar la tan anhelada Resurrección.

La entrada de Jesús en Jerusalén, a lomos de un pollino, abre un camino de vida en abundancia. En lo más profundo de ese humilde gesto, hay un detalle muy especial que deseo resaltar, porque marca –a mi parecer– el curso de lo que vendría después. Cuando Jesús ordena a dos discípulos que le traigan el borrico, les dice cómo deben responder a quienes los pregunten por qué hacen eso: «El Señor tiene necesidad de él» (Lc 19, 31). Una respuesta suficiente, capaz de dar sentido a todo lo que vendría después…

¿Cuántos de nosotros, en medio de nuestras tareas, responsabilidades y ocupaciones, no tenemos necesidad de estar cerca del Señor? ¿Cómo de grande es nuestra necesidad de abrazar Su presencia y de acompañar Su soledad en estas horas tan importantes de Su vida? Y al mismo tiempo, Él necesita del borrico, y quiere necesitar de nosotros para llevar adelante su tarea de salvación.

Ante estas preguntas, una vez más, hemos de cuestionarnos qué gestos de amor y de entrega somos capaces de darle a Jesús. ¿Seremos capaces de velar con Él, de entregar lo que necesita de nosotros para llevar adelante la edificación del Reino de Dios en nuestro mundo?

A veces se hace complicado, sobre todo cuando sobrevienen la necesidad y la angustia y parece que todo calla alrededor. Sin embargo, cuando el Señor toma finalmente el cáliz para que se cumpla la voluntad del Padre, hasta las piedras gritan (cf. Lc 19, 39-40) que el amor de Dios es más fuerte que la muerte.

La lectura de la Pasión que meditaremos durante estos días de la Semana Santa nos sitúa ante Cristo vivo en la Iglesia. «El misterio pascual es siempre actual», porque nosotros «somos los contemporáneos del Señor y, como la gente de Jerusalén, como los discípulos y las mujeres, estamos llamados a decidir si estamos con Él o escapamos o somos simples espectadores de su muerte», tal y como señalaba el Papa san Juan Pablo II, tal día como hoy, en su homilía de 2002.

Ciertamente, la Pasión «pone de relieve la fidelidad de Cristo, en contraste con la infidelidad humana». En la hora de la prueba, cuando casi todos abandonan a Jesús, y también nosotros somos a menudo abandonados, Él permanece fiel, «dispuesto a derramar su sangre para cumplir la misión que el Padre le confió», insistía el Santo Padre. Y ya nunca estaremos solos ni abandonados.

El Señor, por nosotros, experimentó las situaciones más dolorosas de quien ofrece su vida por amor: la traición y el abandono. Y, como sucedió con el pollino, Él quiere tener necesidad de nosotros y de cada una de nuestras vidas; de tu compañía, de tu comprensión, de tu bondad y de tu fidelidad. Aunque por momentos nos acechen la duda, el sinsentido y la incomprensión, el Padre nos llama a seguirle por el camino de cada día, como «sal de la tierra» y «luz del mundo» (Mt 5, 13-14), para que encontremos en la cruz la escuela de sabiduría que nos une a su Amor.

Del dolor de la Pasión nace el secreto de la alegría pascual, que viviremos dentro de unos días. Y lo haremos con María, la Madre del Verbo encarnado, Aquella que permanece junto a Él, silenciosa y sufriente, al pie de la Cruz.

Que este cortejo triunfal que hoy celebramos, en el que el Señor nos vuelve a mostrar que es «obediente hasta la muerte» y «una muerte de cruz» (Flp 2, 8), nos anime a acompañar a Cristo con toda nuestra vida a cuestas, hasta que entendamos que es Dios quien carga el peso de nuestra cruz para guiarnos a la paz y la esperanza de la alegría de la vida en la resurrección.

Con gran afecto, os deseo una feliz Semana Santa.

Parroquia Sagrada Familia