La ayuda humanitaria llega a su destino

La pasada semana, la Academia Nueva Castilla en colaboración con la Parroquia Sagrada Familia, organizó un envío a Polonia con ayuda para los refugiados de Ucrania. Entre los 1.500 kilos de bienes que se recaudaron se encontraban alimentos no perecederos, productos de higiene para mujeres y niños, mantas, sacos de dormir, toallas y alimentos. Así mismo, la parroquia dispuso de las cuentas bancarias para aquellos que desearon realizar aportaciones econoómicas, lo que hizo posible recaudar 5.500€

La furgoneta fue conducida por algunos alumnos voluntarios de la Academia Nueva Castilla. El viaje tuvo como destino la frontera entre Polonia y Ucrania. A su llegada, toda la ayuda fue entregada a una de las ONGs que trabajan en la zona para su almacenamiento y posterior distribución.

Desde la parroquia y la Academia Nueva Castilla os agradecemos a todos vuestra ayuda.

Si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo

Hoy, tercer domingo de Cuaresma, la lectura evangélica contiene una llamada de Jesús a la penitencia y a la conversión. O, más bien, una exigencia de cambiar de vida.

“Convertirse” significa, en el lenguaje del Evangelio, mudar de actitud interior, y también de estilo externo. Es una de las palabras más usadas en el Evangelio. Recordemos que, antes de la venida del Señor Jesús, san Juan Bautista resumía su predicación con la misma expresión: «Predicaba un bautismo de conversión» (Mc 1,4). Y, enseguida, la predicación de Jesús se resume con estas palabras: «Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15).

Esta lectura de hoy tiene, sin embargo, características propias, que piden atención fiel y respuesta consecuente. Se puede decir que la primera parte, con ambas referencias históricas (la sangre derramada por Pilato y la torre derrumbada), contiene una amenaza. ¡Imposible llamarla de otro modo!: lamentamos las dos desgracias —entonces sentidas y lloradas— pero Jesucristo, muy seriamente, nos dice a todos: —Si no cambiáis de vida, «todos pereceréis del mismo modo» (Lc 13,5).

Esto nos muestra dos cosas. Primero, la absoluta seriedad del compromiso cristiano. Y, segundo: de no respetarlo como Dios quiere, la posibilidad de una muerte, no en este mundo, sino mucho peor, en el otro: la eterna perdición. Las dos muertes de nuestro texto no son más que figuras de otra muerte, sin comparación con la primera.

Cada uno sabrá cómo esta exigencia de cambio se le presenta. Ninguno queda excluido. Si esto nos inquieta, la segunda parte nos consuela. El “viñador”, que es Jesús, pide al dueño de la viña, su Padre, que espere un año todavía. Y entretanto, él hará todo lo posible (y lo imposible, muriendo por nosotros) para que la viña dé fruto. Es decir, ¡cambiemos de vida! Éste es el mensaje de la Cuaresma. Tomémoslo entonces en serio. Los santos —san Ignacio, por ejemplo, aunque tarde en su vida— por gracia de Dios cambian y nos animan a cambiar.

Sacerdotes al servicio de una Iglesia en camino

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

mario iceta

 

 

 

Queridos hermanos y hermanas:

¿Hay algo más bello que servir y dejarse moldear, como el barro, por las manos amorosas del Señor? Hoy, con el lema Sacerdotes al servicio de una Iglesia en camino, celebramos el Día del Seminario: una invitación a orar y sostener a los jóvenes que han percibido la llamada de Dios a servir a los hermanos en el ministerio sacerdotal y quieren generosamente entregar sus vidas a este oficio de amor, como decía San Agustín.

Esta llamada a una vida plena, apasionante y feliz debe alumbrar, cada día, el corazón sacerdotal de aquellos que hemos sido elegidos por gracia, y no por opción ni por mérito alguno. Porque, detrás de un «sí», habita toda una vida de entrega, de esperanza, de gratitud, de fidelidad y de amor. De un amor desbordado que no nace del fruto de una propia elección, sino que responde a una llamada del Señor que es quien elige y llama. «Yo te elijo porque te amo, porque deseo habitar tu corazón, porque quiero que estés conmigo y participes de mi misión». Estas palabras, que desbordan cada uno de los silencios de la vocación, deben acompañar el vértigo de una vida que se entrega para siempre.

El Día del Seminario, ciertamente, ayuda a releer la historia de nuestra vida. Porque nos permite abrazar la vocación sacerdotal desde el profundo agradecimiento, desde la donación y desde el servicio. Un horizonte de plenitud que ha de recorrerse por el «bello camino de las cuatro cercanías» que señala el Papa Francisco: «cercanía con Dios, con el obispo, con los demás sacerdotes y con el Pueblo de Dios». Porque el estilo de cercanía, recuerda el Santo Padre, es el estilo de Dios. Y hemos de hacerlo amando, quitándonos algo de nosotros mismos para dárselo a los demás. 

Amar es siempre servir, acompañar el dolor y la soledad, practicar la compasión, crecer en el perdón, sembrar la justicia y derramar misericordia. En el caso del sacerdote es realizarlo sacramentalmente, con la celebración de la Eucaristía, con la celebración del perdón en el sacramento de la reconciliación, con la santificación y bendición de todas las circunstancias vitales por la celebración de los diversos sacramentos, la predicación de la Palabra y el servicio constante a los hermanos.

El Día del Seminario ayuda a releer la historia de nuestra vida, de nuestra misión y de nuestra vocación. La riqueza de la vocación, proponen desde la Subcomisión Episcopal para los Seminarios, «no se puede resumir en unas pocas líneas, ni tampoco pretender hacer un breve tratado teológico acerca del ministerio sacerdotal». En esta jornada, insisten, «se nos ofrece la posibilidad de mirar a nuestros seminarios actualmente», no con nostalgia o añoranza de tiempos pasados, sino «con confianza en Dios», sabiendo que «todo es suyo» y que «Él vela por su Iglesia».

Queridos seminaristas: hoy, una vez más, deseo ser servidor de todos. En este lema –que ha iluminado, desde mi fragilidad y mi pobreza, cada uno de los rincones de mi vocación– está escrita mi historia. Una historia que nació un 13 de marzo de 1988 con un «sí» que sigue haciendo inmensamente felices cada uno de mis días. Aquel día, el Señor me pidió mi libertad y mi persona, y en qué mejores manos que poner mi vida entera…

Y es que la vocación sacerdotal es un regalo que nos lleva a predicar (cf. Mc 3, 14-15) y a servir de un modo inenarrable. Una «gramática elemental de la vida como don recibido» que tiende, por propia naturaleza, como recuerda la Subcomisión Episcopal para los Seminarios, «a convertirse en un bien que se dona; nuestro ser es ser para los demás y toda vocación auténtica es servicio a los otros».

Que este Día del Seminario no sea un día más en nuestras vidas, y que se convierta en una acción de gracias por las vocaciones sacerdotales. No nos cansemos de pedir al Dueño que envíe obreros a su mies (Lc 10, 1-9). Se lo pedimos a la Virgen María, quien cuidó –como nadie– la mirada de su Hijo, Jesucristo. Que sea Él quien nos enseñe a acompañar, a sostener, a bendecir, a cuidar y a vendar las heridas de nuestro pueblo.

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

Evangelio del domingo, 20 de marzo de 2022

En este tiempo de Cuaresma, en que vamos caminando hacia la Pascua, la Iglesia nos propone varios textos en que se nos habla de conversión. Hoy nos dice Jesús que, al ver acontecimientos trágicos y que, en cierto modo, son misteriosos, debemos sacar provecho para nuestra conversión. Es el cambiar de mentalidad, es el acudir a Dios, que es nuestro Padre, y que es compasivo y misericordioso, como nos dice el salmo responsorial, y que por lo tanto está deseoso de darnos el abrazo de paz y de perdón.

Algunos le recordaron a Jesús cómo Pilatos había hecho matar a unos galileos en el momento de ofrecer sacrificios a Dios. No sabemos cuándo fue ni porqué motivo. Seguramente eran una especie de guerrilleros o terroristas, a los cuales se les seguía por algún levantamiento y Pilatos aprovechó el momento. Los que se lo recordaban a Jesús, querían saber su opinión. Para responderles, Jesús lo amplió con otro hecho, que fue una catástrofe natural, quizá un pequeño terremoto, pero que aún estaba en la mente de la gente. Lo primero que les dice Jesús a la gente, y nos lo dice a nosotros, es que sea que una catástrofe venga por motivos naturales o por alguna voluntad humana, no es un castigo de Dios contra aquellos que hayan hecho una maldad.

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Jesús subió al monte a orar

Hoy, segundo domingo de Cuaresma, la liturgia de la palabra nos trae invariablemente el episodio evangélico de la Transfiguración del Señor. Este año con los matices propios de san Lucas.

El tercer evangelista es quien subraya más intensamente a Jesús orante, el Hijo que está permanentemente unido al Padre a través de la oración personal, a veces íntima, escondida, a veces en presencia de sus discípulos, llena de la alegría del Espíritu Santo.

Fijémonos, pues, que Lucas es el único de los sinópticos que comienza la narración de este relato así: «Jesús (...) subió al monte a orar» (Lc 9,28), y, por tanto, también es el que especifica que la transfiguración del Maestro se produjo «mientras oraba» (Lc 9,29). No es éste un hecho secundario.

La oración es presentada como el contexto idóneo, natural, para la visión de la gloria de Cristo: cuando Pedro, Juan y Santiago se despertaron, «vieron su gloria» (Lc 9,32). Pero no solamente la de Él, sino también la gloria que ya Dios manifestó en la Ley y los Profetas; éstos —dice el evangelista— «aparecían en gloria» (Lc 9,31). Efectivamente, también ellos encuentran el propio esplendor cuando el Hijo habla al Padre en el amor del Espíritu. Así, en el corazón de la Trinidad, la Pascua de Jesús, «su partida, que iba a cumplir en Jerusalén» (Lc 9,31) es el signo que manifiesta el designio de Dios desde siempre, llevado a término en el seno de la historia de Israel, hasta el cumplimiento definitivo, en la plenitud de los tiempos, en la muerte y la resurrección de Jesús, el Hijo encarnado.

Nos viene bien recordar, en esta Cuaresma y siempre, que solamente si dejamos aflorar el Espíritu de piedad en nuestra vida, estableciendo con el Señor una relación familiar, inseparable, podremos gozar de la contemplación de su gloria. Es urgente dejarnos impresionar por la visión del rostro del Transfigurado. A nuestra vivencia cristiana quizá le sobran palabras y le falta estupor, aquel que hizo de Pedro y de sus compañeros testigos auténticos de Cristo viviente.

Parroquia Sagrada Familia