La misericordia de Dios empapa la tierra

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

«Dios es misericordioso y nos ama a todos. Y cuanto más grande es el pecador, tanto más grande es el derecho que tiene a mi misericordia» (Diario, 723). Con este mensaje de Santa Faustina Kowalska latiendo con fuerza en mi recuerdo, celebramos hoy –con infinito gozo pascual– el Domingo de la Divina Misericordia.

La misericordia cambia el mundo, «lo hace menos frío y más justo», como ha manifestado, en más de una ocasión, el Papa Francisco. Porque el rostro de Dios es el rostro de la misericordia, el de un Padre que conoce de la primera a la última de nuestras debilidades y, sin embargo, las convierte en perdón hasta que regresemos para morar en Su presencia.

La misericordia alimenta la compasión, destierra el orgullo, la egolatría y la soberbia; nos hace, a la medida del amor de Dios, menos egoístas y más humanos.

La misericordia es sensible al dolor del hermano y al sufrimiento del herido, y vislumbra –en el corazón llagado– una tierra sagrada donde es necesario habitar para sembrar paz, sosiego y armonía.

Ciertamente, como escribió el profeta Jeremías, «el amor del Señor no tiene fin, ni se han agotado sus bondades. Cada mañana se renuevan; ¡qué grande es su fidelidad!» (Lam 3, 22-23).

Necesitamos la misericordia, estamos tan necesitados de actos de bondad y de compasión… Pero, para llegar a entender el corazón de su mensaje, hemos de abrazar la cruz de Cristo: el reflejo más grande de Su amor por cada uno de nosotros. Un camino que nos lleva a esa Resurrección que hemos de celebrar cada día: en nuestras familias, tareas ordinarias y ocupaciones. Hemos de ser compasivos; tanto como Dios espera de nosotros –hijos escogidos y preferidos– hasta que seamos signos vivos de Su amor.

Dios «ha elegido ser misericordioso con su pueblo» y, por tanto, «la misericordia es una expresión de quién es Él y su amor por nosotros” (Ex 34, 6- 7). Una mirada que se encarna en el mensaje que santa Faustina recibió de Jesús y que escribió en una de las páginas de su diario: «La humanidad no encontrará paz, hasta que no recurra con confianza a mi misericordia». Y, por eso, es tan importante que pidamos a Cristo que infunda el don de la misericordia en nuestra vida: perdonando a quien nos hiere, consolando al que sufre en soledad, acercándonos a los márgenes, siendo pacientes con quienes nos esperan para volcar sobre nuestras espaldas su agonía y amando a quienes se hacen pasar por nuestros enemigos.

Es la llama que dejó encendida el Papa san Juan Pablo II, en 2002, durante una visita a Polonia, su tierra natal: «Es preciso transmitir al mundo este fuego de la misericordia, porque en la misericordia de Dios el mundo encontrará la paz, y el hombre la felicidad». Paz y felicidad: dos caras que los cristianos debemos llevar impresas en una misma moneda, para así anunciar el derroche de amor que portamos como en vasijas de barro.

Queridos hermanos y hermanas: somos enviados –como Pueblo de Dios– para reparar la Casa del Señor; cuenta con nosotros para que restauremos las grietas del Reino y vivamos como Él vivió (Cor 5, 15).

Y me aferro a las palabras pronunciadas por el Papa emérito Benedicto XVI, cuando dijo que no se comienza a ser cristiano «por una decisión ética o una gran idea», sino «por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva».

El Hijo de Dios quiere recordarnos hoy que ha asumido nuestra carne, y así nos ama; siendo débiles, frágiles y quebradizos, pero misericordiosos.

Pase lo pase, solo el amor permanece. Lo entendemos si miramos a María, la Madre de la Misericordia, la mirada enamorada de Dios que viene a inundar de esperanza un mundo entristecido. Mirémosla, y descubriremos que Ella nos ayuda a vivir con entrañas de misericordia.

Seamos misericordiosos, como también lo es nuestro Padre (Lc 6, 36), hasta que empapemos de bondad la tierra y hasta que vayamos por cañadas oscuras y nada temamos al descubrir que la bondad y la misericordia del Señor nos acompañan todos los días de nuestra vida (Sal 22).

Con gran afecto, os deseo un feliz Domingo de la Divina Misericordia.

Evangelio del domingo, 24 de abril de 2022

Todos los años en este segundo domingo de Pascua la Iglesia nos presenta estas mismas escenas en el evangelio: Jesús se hace ver por los apóstoles reunidos en la tarde o noche del primer domingo de resurrección, y luego vuelve a presentarse, ahora estando ya Tomás, el domingo siguiente, correspondiente al día de hoy. La primera idea a considerar es cómo la primitiva comunidad acepta el cambio del día del Señor, que en vez de ser el sábado comienza a ser el domingo. Es el mismo Jesucristo, que, al cambiar la mentalidad religiosa del Ant. Testamento al Nuevo por medio de su resurrección, transforma ese día de gloria en el día más propio para la alabanza a Dios. Por eso parece querer celebrar ese día una semana después de su resurrección. En la 2ª lectura de hoy vemos que un día de domingo el autor del Apocalipsis es “arrebatado en espíritu” para expresar grandes revelaciones para la esperanza de nuestra fe.

Los apóstoles estaban cerrados por miedo a los que habían matado a Jesús. San Juan no nos dice si ya estaban algo consolados, aunque sin creer del todo, por lo que les había dicho san Pedro y los dos de Emaús. El hecho es que Jesús viene a consolarles y a darles unos cuantos regalos. El primero que les da es el de la paz. La necesitan de verdad. Una paz, que no es sólo una tranquilidad externa, como para quitar el miedo, sino algo que permanece en lo más íntimo de la persona, como persuasión de que la vida tiene un gran sentido, porque Cristo vive entre nosotros. Ese sentimiento de paz nos la desea la Iglesia en la Eucaristía y debemos desearla y, si es posible, sentirla, en nuestro encuentro comunitario del domingo, día del Señor.

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Entró también el otro discípulo, el que había llegado el primero al sepulcro; vio y creyó

Hoy «es el día que hizo el Señor», iremos cantando a lo largo de toda la Pascua. Y es que esta expresión del Salmo 117 inunda la celebración de la fe cristiana. El Padre ha resucitado a su Hijo Jesucristo, el Amado, Aquél en quien se complace porque ha amado hasta dar su vida por todos.

Vivamos la Pascua con mucha alegría. Cristo ha resucitado: celebrémoslo llenos de alegría y de amor. Hoy, Jesucristo ha vencido a la muerte, al pecado, a la tristeza... y nos ha abierto las puertas de la nueva vida, la auténtica vida, la que el Espíritu Santo va dándonos por pura gracia. ¡Que nadie esté triste! Cristo es nuestra Paz y nuestro Camino para siempre. Él hoy «manifiesta plenamente el hombre al mismo hombre y le descubre su altísima vocación» (Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes 22).

El gran signo que hoy nos da el Evangelio es que el sepulcro de Jesús está vacío. Ya no tenemos que buscar entre los muertos a Aquel que vive, porque ha resucitado. Y los discípulos, que después le verán Resucitado, es decir, lo experimentarán vivo en un encuentro de fe maravilloso, captan que hay un vacío en el lugar de su sepultura. Sepulcro vacío y apariciones serán las grandes señales para la fe del creyente. El Evangelio dice que «entró también el otro discípulo, el que había llegado el primero al sepulcro; vio y creyó» (Jn 20,8). Supo captar por la fe que aquel vacío y, a la vez, aquella sábana de amortajar y aquel sudario bien doblado eran pequeñas señales del paso de Dios, de la nueva vida. El amor sabe captar aquello que otros no captan, y tiene suficiente con pequeños signos. El «discípulo a quien Jesús quería» (Jn 20,2) se guiaba por el amor que había recibido de Cristo.

“Ver y creer” de los discípulos que han de ser también los nuestros. Renovemos nuestra fe pascual. Que Cristo sea en todo nuestro Señor. Dejemos que su Vida vivifique a la nuestra y renovemos la gracia del bautismo que hemos recibido. Hagámonos apóstoles y discípulos suyos. Guiémonos por el amor y anunciemos a todo el mundo la felicidad de creer en Jesucristo. Seamos testigos esperanzados de su Resurrección.

¡Cristo, el crucificado, ha resucitado!

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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La promesa, una vez más, se convierte en certeza… ¡Feliz Pascua de Resurrección! ¡Cristo, el crucificado, ha resucitado!

Hoy, cuando celebramos que el Señor ha pasado de la muerte a la vida plena, contemplamos las llagas impresas en sus manos, en sus pies y en su costado y descubrimos –en ellas– el sello perpetuo de su amor, de su entrega y de su fidelidad.

Jesús ha derrotado definitivamente el dolor y la muerte. Y también a nosotros, como a las santas mujeres que acudieron apesadumbradas al sepulcro, Él nos recuerda las mismas palabras que aquel día les dijo el ángel: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado» (Lc 24, 5-6).

Hoy, mientras medito el paso del Señor por mi vida, vuelvo a preguntarme qué le hizo a Jesús vivir como vivió, sufrir como sufrió. Y la respuesta es su infinito amor por nosotros. En el silencio de su Madre, en las lágrimas calladas de Juan, en la negación de Pedro, en la mirada confundida del Cireneo, en la rabia desatada del soldado brotan la esperanza y la vida. Ahí, donde más cuesta la fe, en ese rastro de esperanza donde se fragua el único y verdadero sentido del amor, brota la resurrección. 

San Pablo nos dice que «Aquel que ha resucitado a Jesús, devolverá asimismo la vida a nuestros cuerpos mortales». Es la dichosa conclusión del drama de la Pasión y la insondable alegría que sigue al dolor. Es la novedad de vida y de la nueva creación. Y así debemos vivir, aferrados a la fe y a la esperanza de aquellos que vieron a Jesús resucitado, que compartieron con Él el pan, que lo tocaron con sus manos y que se dejaron seducir por Su mirada.

«Si Jesús ha resucitado y, por tanto, está vivo, ¿quién podrá jamás separarnos de Él?», señalaba el Papa emérito Benedicto XVI en su homilía del Domingo de Pascua de 2009. Y, en verdad, si nuestro camino está marcado por Sus huellas, ¿quién podrá privarnos de Su amor, que ha vencido al odio y ha derrotado la muerte?

A veces, solo hace falta releer la historia y volver al pesebre para entender que, pase lo que pase, la muerte se ha convertido en servidora humilde de la vida (Jn 11,25). Es el misterio «de la piedra descartada», como señaló el Papa Francisco en la Plaza de San Pedro, el 16 de abril de 2017, que termina siendo «el fundamento de nuestra existencia».

Es el camino del Amor: un horizonte de cruz y, a la vez, un sendero admirable por donde dejarnos conquistar. Porque la resurrección de Cristo da sentido al sufrimiento, al latir angosto de tantas y tantas incomprensiones, a las caídas, a los miedos y a los pasos inciertos que nos acompañan en los días más aciagos. 

No olvidéis que cada retazo de fragilidad tiene sentido, incluso aunque a veces no seamos capaces de entenderlo del todo. Ya lo predijo san Pablo en su carta a los Colosenses: «Si habéis resucitado con Cristo vuestra vida, entonces os manifestaréis gloriosos con Él» (Col 3, 1-4).

Queridos hermanos y hermanas: la Luz ha disipado la oscuridad y el sol radiante del amanecer devuelven la vida y el color a toda la creación llenándola de su sentido verdadero. Y el Señor lo ha hecho desde la humildad y la aparente derrota a los ojos humanos. Porque ahí, en la debilidad, con la fuerza de la verdad, de la belleza y del amor, nace nuestra esperanza.

Con María, la Madre del Resucitado, os animo a vivir en plenitud y para siempre como resucitados. Que el anuncio de la Pascua se propague en vuestros corazones y seáis, con la alegría que ha de revestirnos a los cristianos, un jubiloso canto de las maravillas que Dios quiere realizar con cada uno de nosotros.

Con gran afecto, os deseo una feliz Pascua de Resurrección.

Evangelio del domingo, 17 de abril de 2022 Pascua de Resurrección

Escuchar lecturas y homilía

Oración

Puedes ver la misa del domingo aquí:

 

Evangelio significa Buena Noticia. Hoy se nos da la mejor de las noticias: Cristo ha resucitado. Si Cristo no hubiera resucitado nuestra fe sería vana, descansaría en el vacío y en la muerte. Pero Cristo resucitó y nuestra fe se acrecienta en la esperanza de que nosotros también un día podemos resucitar y entrar en la vida definitiva. Proclamar la Resurrección es anunciar que la muerte está vencida, que la muerte no es el final.

Nadie fue testigo del momento de la resurrección del Señor, porque no fue un hecho físico y sensible como el de levantarse del sepulcro para vivir la vida de antes. Fue un hecho estrictamente sobrenatural. Los apóstoles no vieron el hecho transformante, pero fueron testigos de los efectos: Vieron a Jesús, le palparon, y este acontecimiento les trasformó totalmente la vida. Hay personas que quizá piensen que la resurrección de Jesús fue como un revivir, como fue lo de Lázaro, la hija de Jairo o el joven de Naín. En ese caso después tendría que volver a morir. Lo de Jesús fue un paso adelante hacia otra vida superior, hacia una vida para siempre, una vida que será para nosotros.

Hoy lo primero que se nos pide es un acto de fe: creemos que Cristo resucitó, que vive entre nosotros. Cristo resucitó y por lo tanto vive para nosotros y en nosotros. La Resurrección del Señor no es un acto que pasó. Es actual, porque vive y lo debemos sentir que está con nosotros. La Resurrección nos revela que Dios no nos abandona, sino que está con nosotros en nuestro caminar de la vida. Por eso es un día de acción de gracias y de alegría. La alegría es un fruto del Espíritu Santo. No debemos ahogarla aunque hayamos sufrido con Cristo clavado en la cruz el Viernes Santo. Precisamente a aquellos que más unidos estuvieron con el dolor de Jesús en su muerte, en el día de su resurrección Jesús les quiere dar una mayor alegría. Sentir la alegría de Cristo resucitado sería una gracia que debemos pedir a Dios vivamente en este día.

El evangelio de este domingo nos cuenta cómo María Magdalena, al ver el sepulcro vacío, va a contárselo a los apóstoles. Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, marchan a toda prisa al sepulcro. Los dos ven lo mismo: que el cuerpo del Maestro no está, que las vendas y ropa están bien colocadas, cosa que no harían unos ladrones, y el que más ama cree. La fe verdadera es una mezcla de razones y de amor. En este día se nos dan razones para creer, sobre todo por el testimonio de los apóstoles y otras personas, que sintieron transformada su vida y con su predicación comenzaron a transformar al mundo. Así nuestra vida de cristianos tiene que ser también un testimonio de que Cristo vive entre nosotros. Y esto será verdad, si nuestra vida es una vida de seres resucitados o vivificados por el impulso de Jesucristo.
Como al discípulo amado también nuestro amor debe llevarnos a la fe. La alegría de la Pascua madura sólo en el terreno de un amor fiel. También nuestro apostolado será más eficaz, si vivimos como personas resucitadas con Cristo.  Hoy san Pablo nos dice en la segunda lectura que, si hemos resucitado con Cristo, debemos aspirar a los bienes de arriba. Es lo mismo que cuando pedimos que “venga su Reino”. En primer lugar ese reino pedimos que venga sobre nosotros y también sobre los demás.

Cuando comenzaron a predicar los apóstoles, como se dice en la primera lectura, el principal mensaje era la Resurrección de Jesús: que Él vive. Esta es nuestra gran persuasión. Por eso se enciende el cirio pascual en la liturgia: para recordarnos que Cristo está vivo entre nosotros. En verdad, como decía san Pablo, si Cristo no hubiera resucitado seríamos “los más miserables de los hombres”. Es el día de reavivar el compromiso bautismal para estar más unidos a Cristo, como se hacía anoche en la Vigilia. Hoy saludamos con alegría a la Virgen María, que fue la que más se alegró en ese día. Y la pedimos que nos ayude a que vivamos en nuestro corazón el misterio de esta alegría, para que podamos dar testimonio en nuestro trabajo de cada día del amor y la esperanza que Cristo resucitado nos da en nuestro caminar.

 

Lectura del santo evangelio según san Juan (20,1-9):

El primer día de la semana, María la Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro.
Echó a correr y fue donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo: 
«Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto».
Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró.
Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte.
Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó.
Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos. 

Palabra del Señor

Parroquia Sagrada Familia